Pocos cineastas actuales me resultan más irritantes que el danés Nicolas Winding Refn (Copenhague, 1970). Tras rodar algunas películas en su país natal (se hizo notar sobre todo por su trilogía Pusher, sobre las andanzas de un camello --de los que venden drogas, no de los que rondan por el desierto--, y la primera entrega no estaba del todo mal), nuestro hombre saltó a la fama con su primera incursión en Hollywood, Drive (2011), basada en la novela homónima de James Sallis (de quien tuve el placer de traducir dos de sus libros para RBA hace unos años, El regreso de Driver y La agonía del asesino) y protagonizada por Ryan Gosling, cuya habitual inexpresividad lo hacía ideal para encarnar al personaje protagonista, un conductor siempre en el filo de la delincuencia. Aunque Drive no me disgustó, la unanimidad de la crítica en su favor y la Palma de Oro en Cannes me parecieron algo exageradas, aunque al cineasta le vinieron de perlas para venirse arriba y fabricar dos largometrajes que me sacaron de quicio por su petulancia moderniqui: Only God forgives (2012) y The neon demon (2016). De la siguiente, Too old to die young (2019, título ya utilizado por Isabel Coixet en su primera y olvidada película) me mantuve prudentemente distanciado, pues me había prometido a mí mismo no volver a ver nada del danés de marras. Promesa rota, como demuestra el hecho de que me acabe de tragar su primera serie para televisión, Copenhagen cowboy, seis capítulos producidos por Netflix. ¿Por qué lo he hecho?
Pues al principio por error. Dada la escasa o prácticamente nula información que Netflix suministra a sus usuarios sobre sus productos, empecé a ver Copenhagen cowboy sin conocer la identidad de su autor (en caso contrario, habría pasado a otra cosa), atraído por una breve sinopsis que parecía situar la propuesta en un ámbito que me es muy querencioso, el del llamado Nordic Noir. En los sucintos créditos de entrada solo figura el título de la serie y la misteriosa expresión by NRW, que resultaron ser las iniciales de nuestro hombre, como descubrí al final del primer capítulo. Pero entonces ya era demasiado tarde para abandonar. No sé cómo, mi detestado señor Refn había conseguido captar mi atención. Y así, a lo tonto a lo tonto, me acabé tragando la serie entera, cuyo final abierto permite intuir que dará paso a una segunda temporada.
Este artículo, que conste, no pretende recomendarles Copenhagen cowboy. Se trata más bien de una sesión de terapia personal en público que no me ayudará a entenderme mejor a mí mismo, pero me servirá de desahogo autocrítico. ¿Y de qué va Copenhagen cowboy? Buena pregunta. Intentaré responderla, pero no prometo nada muy relevante (antes destacaré que la dirección es, cuando menos, peculiar, que casi todo está iluminado con luces rojas como de burdel y que hay cierto abuso del trávelin circular de entre 180 y 360 grados). Por lo que creí entender, todo gira en torno a una chica llamada Miu (Angela Bondalovic) que es una especie de mujer talismán que trae buena suerte y cuyo origen no se nos aclara (en un capítulo dice que su madre la vendió a los siete años, pero en el siguiente asegura que a esa edad fue abducida por extraterrestres). Miu se mueve por el inframundo criminal de Copenhague, frecuentando ambientes tóxicos como el de una banda balcánica de trata de blancas o una pandilla de narcotraficantes asiáticos. Aunque es más bien canija, Miu reparte hostias como panes y domina las artes marciales. Los malos de la función son incomprensibles, y la buena también, aunque se intuye cierto misticismo compatible con la convivencia con la chusma y el reparto de sopapos monumentales (vamos, que es una mezcla de Chuck Norris y el Siddharta de Herman Hesse).
Una chaladura descomunal
Tras estar a punto de abandonar el visionado en el segundo episodio, seguí tragándome la serie porque, aunque me importaba un rábano la abstrusa trama, había algo en ella que me llevaba a intentar averiguar a donde pretendía ir a parar el señor Refn. Copenhagen cowboy tiene, pues, virtudes hipnóticas: hay algo en la dirección, en la iluminación y en los detalles que atraviesan toda la historia (a destacar la presencia constante de unos cerdos y de un asesino en serie cuyos padres están chiflados y creen haber fabricado un peculiar súper héroe) que te mantiene clavado a la pantalla, aunque tu mente te insinúe que podrías ponerte a buscar prados más verdes (y menos rojizos). Y así es como llegas al final de Copenhagen cowboy sin haber entendido nada, sin saber muy bien qué has hecho durante seis horas en tan particular universo y, desde luego, sin intuir quién demonios es el vaquero de Copenhague del título.
Copenhagen cowboy es una pesadilla en la que se está extrañamente a gusto, contra todo pronóstico. Una chaladura descomunal que no se entiende cómo ha pasado todos los filtros de Netflix hasta conseguir ser rodada, aunque como la falta de criterio es, para bien o para mal, una marca de la casa, intuyo que las iniciales NRW han debido ser fundamentales a la hora de su aprobación.
Dicho lo cual, no sé si recomendarles que la vean o sugerirles que se alejen de ella como de la peste. No puedo hacer otra cosa, ya que yo mismo no acabo de entender cómo he logrado tragármela entera. Y aunque me he prometido no ver la segunda temporada, si llega a rodarse, no me extrañaría que a la hora de la verdad volviera a romper mi promesa de no ver nada de Nicolas Winding Refn. Quedan advertidos.