Somos muchos los que estamos ante las narices de la sacralización de los cocineros como nuevos y trascendentales artistas y pensadores contemporáneos. La tabarra hace años que dura y tuvo su punto álgido cuando Ferran Adrià fue invitado a la Documenta de Kassel no como un creador más, sino como el artista humanista más significativo de su época. De un tiempo a esta parte, el cocinero se ha revelado como el creador supremo, arrinconando al filósofo, al escritor, al cineasta o al artista como referentes sociales. Una cosa es que todos prefiramos comer bien a comer mal, pero de ahí a la canonización de los cocinillas hay un gran trecho que hemos recorrido con una alegría digna de mejor causa, dando origen a la figura del foodie, alguien que ha convertido el papeo en una especie de religión o de escuela de pensamiento. Todos conocemos a alguno y no son todos iguales. La mayoría son gente razonable que valora en su justa medida la importancia del buen yantar, pero hay algunos capaces de sacar de quicio a cualquiera. Son esos que cuando estás a punto de aplicarle el tenedor al plato que te han traído te piden que esperes un momento, que antes han de fotografiar el condumio para colgarlo en sus redes sociales. Son esos que te llevan a probar inacabables menús de degustación compuestos por platos con raciones ínfimas, platos que el camarero te explica con todo lujo de detalles, invirtiendo en su exordio más tiempo del que tú dedicas a zamparte el comistrajo de turno.
Esos foodies son peores que el cocinero al que admiran, ya que éste, por lo menos, se forra con sus invenciones culinarias. Tienen algo de secta y suelen resultar insoportables, sobre todo para los que no formamos parte de ella y nos resulta molesto y ridículo el espectáculo de sobreactuación que llevan a cabo cada vez que viven una de sus experiencias gastronómicas. O sea, que hay que esquivarlos. O, mediante una ficción cargada de mala uva, matarlos, que es a lo que se dedica el chef Julian Slowik (Ralph Fiennes) en la película El Menú, dirigida por Mark Mylod y escrita por Seth Reiss y Will Tracy, que todavía puede verse en algunos cines españoles.
The Menu es, aparentemente, una comedia negra (negrísima) sobre los foodies y sus cocineros preferidos, elevados por la sociedad actual a la categoría de grandes artistas. Todo transcurre en una noche en la que, sin que los comensales lo sepan, el chef Slowik llevará a cabo una especie de suicidio colectivo en plan secta destructiva porque detesta a sus clientes y, sobre todo, se detesta a sí mismo, a aquello en que se ha convertido muchos años después de empezar en el oficio fabricando hamburguesas en un bar cutre de su Iowa natal. Slowik es un hombre desesperado que ha perdido la fe en sí mismo y en sus clientes, a los que considera una pandilla de imbéciles adinerados, de snobs despreciables, de gente que encuentra poesía en una vieira, de pazguatos que, tras visitar con frecuencia su restaurante, son incapaces de recordar un solo plato de la carta…Tras llegar a la cima del universo foodie, el desdichado Slowik se da cuenta de que ha echado su vida a los cerdos mientras le reían las gracias una pandilla de desgraciados, como su máximo adorador, Tyler (Nicholas Hoult), para el que es como un Dios, aunque se presente con Margot, una prostituta (Anya Taylor Joy) porque la cita prevista le ha dado plantón; o como la crítica gastronómica Lillian Blum (Janet McTeer), paradigma del esnobismo neoyorquino; o como ese actor en horas bajas (John Leguizamo) que le ha mentido a su acompañante, una agente que está a punto de abandonarlo, asegurándole que es amigo del súper chef, aunque no lo conoce de nada…
Excesos de los cocineros
Como si se tratara de una obra de teatro, El Menú se desarrolla en un único decorado, el restaurante del chef Slowik en un islote sin cobertura telefónica móvil, entorno ideal para que los foodies sean sometidos a todo tipo de humillaciones por su descreído anfitrión, que previamente les ha cobrado la escandalosa cantidad de 1.250 dólares por barba para disfrutar de sus exquisiteces. En The Menu, el horror se va extendiendo de manera discreta, al principio, y despiadada, al final. Las humillaciones se convierten en catastróficas revelaciones de secretos ocultos tras la que la situación de algunas parejas se hace insostenible. Cuando un empleado al que Slowik ha hundido diciéndole que nunca será genial se vuela la cabeza, todos empiezan a darse cuenta de que la cosa va en serio y amenaza con convertirse en una matanza colectiva de la que no se va a librar ni su inspirador, presa del nihilismo y de la sensación de que la sociedad no va a echar de menos a nadie de los presentes, incluyendo a sí mismo, el genial chef.
Que no engañe a nadie El Menú con su apariencia de comedia dedicada a reírse de los excesos de los cocineros y del papanatismo de los foodies. En el fondo, como comprobamos a medida que avanza la trama, aquí va todo muy en serio y constituye una muy pertinente reflexión sobre la estupidez, el esnobismo, la confusión de valores y todas esas cosas que contribuyen, a veces sin que nos demos cuenta, a que la sociedad actual de la grima que da. Todo ello sin olvidar el magnífico acto de vindicación que constituye esta película para todos aquellos que hemos tenido que esperar a que alguien retratara un platito medio vacío antes de zampárnoslo de un bocado o que hemos tenido que soportar las inacabables informaciones del camarero antes de poder hincarle el diente a la nueva genialidad de su jefe.
El Menú es una rareza cinematográfica con muy mala baba. Tiemblen después de haber reído. O viceversa, que es aún mejor.