Reconozco que me ha costado llegar al final de la miniserie de Netflix Harry & Meghan, pues empecé a aburrirme con el primer capítulo y así seguí hasta el sexto y último. Creo que un documental sobre alguien debe ganarse el interés por ese alguien a base de suscitar empatía en el espectador o, caso de tratarse de un asesino en serie, recurrir a nuestros más bajos sentimientos. Y el principal problema de esta pareja presuntamente real es que lo que dicen y hacen carece del más mínimo interés. Resulta evidente que ellos tienen una idea muy elevada de sí mismos, pero el espectador --o yo, por lo menos-- solo ve a una pareja de pijos que llevan una confortable vida parasitaria y que se quejan de vicio. Digámoslo claro: Harry y Meghan no caen especialmente bien, por muchas obras de caridad que patrocinen y mucho que se presenten como unas pobres víctimas de los Windsor, de cuyo dinero, por cierto, dependen para sostener su elevado tren de vida. Puede que ellos se consideren unos rebeldes que ponen al descubierto la hipocresía de la monarquía británica, pero yo solo he visto en su miniserie a un calzonazos mangoneado (pussywhipped, que dirían los angloparlantes groseros) por la parienta, que es de abrigo y parece empeñada en convertirse en una piedra en el zapato de su suegro y su cuñado (o, si les parece mejor, en una versión actualizada de Lady Di, pero sin tener que llegar al extremo de acabar empotrándose en su coche contra un puente del Sena y palmando, o de Wallis Simpson, la divorciada norteamericana que se casó con el duque de Windsor, renunciando éste a la corona).
Harry no tiene nada a lo que renunciar, dado que el príncipe heredero es su hermano mayor, William, muchacho modoso y consciente de su destino que se porta como se espera de él. Dejando parte los diez años que se tiró en el ejército, Harry no ha dado un palo al agua y podría haber seguido así hasta el fin de sus días si no le llega a dar por ser él mismo. Especialmente porque, pese a sus declaraciones de independencia personal y de ser poseedor de una vida propia, no parece que haga mucho más que aprovecharse de sus orígenes para ir viviendo del cuento. En cuanto a su mujer, solo es una actriz de segunda fila que no renunció precisamente a una carrera estelar por amor a Harry, con quien parece ejercer de esposa y manager mientras ella da rienda suelta a sus habilidades como drama queen: su padre es un impresentable, los Windsor son una pandilla de racistas que miraban mal a su hijito Archie por ser un poco oscurito, ella es una mestiza orgullosa y preocupada por sus orígenes africanos (aunque es más bien blanca, ella insiste en que no es lo bastante blanca para los blancos ni lo bastante negra para los negros, lo cual le permite convertirse en una víctima por partida doble), fue tan mal recibida por la familia real británica que estuvo considerando seriamente la posibilidad de suicidarse, y así sucesivamente: no hay desgracia que no se haya cebado con ella desde que se enamoró del principito.
Meteduras de pata
Lamentablemente para Meghan, como no es una gran actriz, su comedia de la pobre chica mestiza basureada por los poderosos no acaba de colar. Tú la escuchas quejarse, que es su principal actividad, pero notas que hay algo que chirría en su relato, siempre encaminado a aparentar más importancia de la que tiene. Se casó con un segundón, cierto, pero ya se está ocupando de acaparar más titulares que sus muy reales cuñados.
Las quejas y el lloriqueo de una pareja de millonarios que viven (como Dios) en Estados Unidos para esquivar la supuesta toxicidad de los Windsor no son cosas que predispongan precisamente a su favor a los espectadores de Harry & Meghan. Yo me tragué los seis episodios por cierto sentido del deber, pero ustedes pueden abandonar la miniserie tras el primer capítulo o, directamente, saltársela y partir en busca de algo más interesante. Y es que, dejando aparte su condición parasitaria y quejica, los pobres Meghan y Harry resultan aburridísimos. Hasta en eso ha ido a peor la monarquía británica. Lady Di era una pesada que, a su edad, aún creía en los cuentos de hadas, pero hacía muy feliz a Elton John y a muchas otras abuelitas. El entonces príncipe Carlos quería ser un tampax para estar lo más cerca posible de su adorada Camilla Parker-Bowles. Las meteduras de pata del duque de Edimburgo, que en paz descanse, podían ser hilarantes…Ahora nos hemos de conformar con un heredero de la corona que se distingue por su discreción y con una pareja de liantes convertidos en celebrities sin saber hacer la o con un canuto ni llevar a cabo nada mínimamente divertido, una pareja a la que no aceptarían ni en el Sálvame de Luxe, si es que aún existe.