Es de agradecer que la delegación española de HBO Max, comandada por Miguel Salvat y Antonio Trashorras, procedentes del planeta PRISA, contribuya con sus series documentales de producción propia a informar sobre determinados asuntos y personajes de la política doméstica. La miniserie sobre el rey emérito fue un buen ejemplo de esa tendencia, y también lo es La sagrada familia, la serie en cuatro episodios que David Trueba y Jordi Ferrerons han dedicado al ínclito Jordi Pujol y que recoge los últimos cincuenta años de vida catalana (y española, dado que el patriarca no se limitó nunca a cultivar exclusivamente el propio terruño) a través de entrevistas sobre el personaje, material de archivo al respecto y un tono que intenta mantener cierta equidistancia entre la hagiografía y la crítica a su persona y a su gestión. Es poco probable que los fans de Pujol (sí, aún le quedan, aunque parezca imposible) se pongan contentos con La sagrada familia, pero tampoco los múltiples haters del sujeto y de su doctrina, que ha fabricado la Cataluña que ahora sufrimos, van a encontrar en la miniserie toda la bilis que podría haberse descargado sobre el régimen que en mi querida comunidad autónoma sustituyó al franquismo, con el que siempre tuvo algo que ver, principalmente la molesta tendencia a salvar al ciudadano de sí mismo, a creer que un mandamás iluminado sabía mejor que sus súbditos lo que le convenía, a imponer sus propias teorías sobre el territorio a la realidad de éste. No hay tanta diferencia entre las obsesiones de Franco y las de Pujol: de hecho, lo único que hizo éste fue cambiar de país, de idioma, de himno y de bandera, pero sus obsesiones patrióticas no diferían mucho de las del Caudillo.
La sagrada familia divide el foco entre el propio Pujol y sus consecuencias político-sociales-delictivas. El retrato del interfecto es, directamente, el de un iluminado que cree que ha sido puesto por Dios en la tierra para salvar a Cataluña (recordemos cuando le dijo a su esposa, Marta Ferrusola, que lo suyo era un matrimonio a tres bandas: ella, él y Cataluña). Las interpretaciones más compasivas sugieren que, estando tan dedicado a hacer país, no se percató de lo que sucedía en casa, donde Marta, también conocida como la madre superiora, se dedicaba a fomentar las discutibles iniciativas lucrativas de su prole, entre la que llegó a brillar con luz propia el primogénito, Jordi, también conocido como Junior.
Voceras del pujolismo
Esa teoría salvífica no encaja muy bien con la elección de Lluís Prenafeta como segundo de a bordo, representante oficial del llamado Sector negocios de Convergència sobre el que se creó el bonito refrán Prenafeta la llei, Prenafeta la trampa (¡y por algo sería, digo yo!). En el documental, Prenafeta es el único que miente constantemente y con total tranquilidad: si dice que jamás extorsionó a un periodista, sale ipso facto una de sus víctimas a declarar que el número dos de Can Pujol le llamaba personalmente para controlar lo que se iba a publicar a su respecto o al de su jefe. En el sector pro Pujol cabe destacar también la presencia de su hijo Josep, que aparece como un hombre de moral laxa en asuntos de dinero que bordea el cinismo --en el que incurre Prenafeta sin problema alguno-- con sus comentarios acerca de cómo se hacen negocios cuando tu padre es el mandamás de tu comunidad.
La sagrada familia no aporta grandes novedades sobre los Pujol, esa familia que ahora está definida por algún juez como “organización criminal”, pero sí constituye un buen repaso de las últimas décadas. Lo más curioso es el comportamiento de voceras del pujolismo como Pilar Rahola o Francesc-Marc Álvaro, que se esfuerzan en aparentar ser personas cabales y no unos energúmenos del separatismo, pese a haber contribuido a echar mucha leña al fuego cuando el malhadado prusés: es como si al tener que expresarse en castellano y para una audiencia española, no fueran capaces de dar rienda suelta a los delirios que han verbalizado en Cataluña durante años y aparentaran una ecuanimidad que nunca han practicado (en ese sentido, la más fiel a sí misma es Nuria de Gispert, la que se pasaba la vida enviando a Inés Arrimadas a Andalucía, quien sostiene la patraña de que las buenas obras de Pujol superan con creces a las malas).
El triunfo de la voluntad
Nos guste o no, la figura de Jordi Pujol ha marcado la vida catalana y la española de los últimos cincuenta años, y la serie así lo refleja. Es indudable que la Cataluña actual, aunque se va resquebrajando, la construyó el iluminado Pujol con la colaboración, por activa o por pasiva, de PSOE y PP, que vieron en él a una especie de jefe tribal al que más valía tener de buen humor. Y el iluminado en cuestión sigue teniendo una preocupación fundamental cuando ya está con un pie en la tumba: su legado. Eso es lo que le quita el sueño porque sabe que sus intentos de pasar a la historia bajo una luz favorecedora los abortó él mismo cuando reconoció una turbia herencia de su padre y permitió, por acción u omisión, que sus hijos y su mujer se convirtieran en una pandilla de sacacuartos (mientras sus tendencias monárquicas se fueron al hoyo cuando pillaron a Oriol, su heredero, al que Artur Mas solo debía guardarle caliente la silla, en un conato de tocomocho relacionado con las inspecciones automovilísticas).
Trueba y Ferrerons han tenido el buen gusto de no hacer una obra de tesis. Puede que unos consideren que se han cebado con Pujol y otros piensen que no se le ha dado el trato punitivo que se merece, pero La sagrada familia constituye un más que correcto acercamiento a la figura de alguien que, como Leni Riefenstahl, siempre creyó en el triunfo de la voluntad.