En principio, ser un snob no es algo que se asocie con la figura del artista, pero hay excepciones y una de las más notables es la del británico Cecil Beaton (1904--1980), cuya peculiar existencia recoge un estupendo documental de 2017 que forma parte del Dart Festival barcelonés de este año –un certamen dedicado a películas sobre arte contemporáneo-- y que puede verse en Filmin hasta el 11 de diciembre. Lo dirige Lisa Immordino Vreeland –cuyo marido, Alexander, es el nieto de la célebre Diana Vreeland, alma de la revista Vogue durante años y personaje fundamental del mundo de la moda, por mucho que le pese a la actual mandamás de tan satinado mensual, Anna Wintour-, que cuenta en su haber con documentales sobre Peggy Guggenheim, Jean Cocteau y la propia señora Vreeland, y que aquí ofrece un retrato muy verosímil de un artista que nunca optó por dedicarse a una sola cosa y se pasó la vida alternando entre la fotografía, la ilustración, la escritura de diarios, la escenografía y el vestuario (aunque es la fotografía aquello por lo que más se le recuerda, una fotografía elaborada hasta el artificio, en absoluto espontánea, siempre pendiente de la escenografía y hasta de la coreografía y obsesionada por el concepto que marcó toda la existencia de nuestro hombre: la belleza).
Homosexual refinado y discreto (cuenta su mayordomo que, de vez en cuando, aparecía por casa un caballero de raza negra que se encargaba de satisfacer las necesidades del señorito sin armar ningún escándalo), se enamoró de dos hombres que no le correspondieron gran cosa y, en un rapto de fascinada admiración, llegó a pedir en matrimonio a la mismísima Greta Garbo, quien le quitó la idea de la cabeza con extrema delicadeza. Cecil era un chico de buena familia que nunca se llevó bien con su padre, sobre todo desde el día en que éste lo pilló embadurnándose el rostro con el maquillaje de mamá a los diez o doce años. En Cambridge, el joven Cecil se sumó a un grupo de jóvenes decadentes que se hacían llamar The bright young things, integrado por muchachas liberadas y chicos de sexualidad difusa que montaban obras de teatro y aprovechaban cualquier ocasión para disfrazarse, pintarse y ejercer de excéntricos (como los amigos de Sebastian Flyte en Retorno a Brideshead, aunque Beaton detestaba al autor de la novela, Evelyn Waugh, y el odio era mutuo). Nuestro hombre no se graduó en nada porque sus intereses creativos eran tan amplios como difíciles de congregar en una sola carrera. Su padre lo dejó por imposible –centrándose en su hermano Reggie, que acabaría suicidándose por motivos que nunca quedaron claros- y el joven Cecil se lanzó al dibujo, la fotografía y la escenografía, actividades con las que siempre se ganó muy bien la vida, tanto en su Inglaterra natal como en Estados Unidos.
Aunque se pirraba por tratarse con la realeza, las celebrities de su época –retrató a Gary Cooper en los años 30 y a Mick Jagger en los 60- y, en general, gente de posibles, Beaton nunca fue (del todo) un frívolo, como demuestran las fotos que llevó a cabo durante la guerra, en las que supo hacer compatibles el humanismo pacifista con cierto erotismo gay. Antes de la contienda, un comentario antisemita que ni él mismo supo de dónde salía le hizo caer en desgracia en Vogue, pero fue readmitido después de la guerra, gracias, en gran parte, a su trabajo fotográfico durante ella. Luego vino su participación en películas de Hollywood como Gigi o My fair lady (el director, George Cukor, lo odiaba tanto como Waugh) y siguió con sus dietarios, de los que publicó varios volúmenes, sus ilustraciones y sus fotografías, demostrándole a su padre, ya difunto, y al mundo en general que su eclecticismo creativo le había acabado saliendo muy a cuenta.
Una antigualla cursi
Entre la gente que aparece en Love, Cecil, destaca el fotógrafo David Bailey (en el que se inspiró Antonioni para el protagonista de Blow Up y que llegó a casarse con Catherine Deneuve) por la mezcla de respeto e ironía con la que se refiere al biografiado (llegó a rodar un documental sobre él). Bailey siempre lo consideró un snob, un frívolo y una reinona que podía tener muy mala uva, pero también un maestro de la luz y un retratista muy especial, capaz de dotar de un aura muy particular a los personajes que inmortalizaba. Sí, le gustaba ejercer de fotógrafo real y acudir a fiestas de postín, pero también era capaz de encerrarse en su casa de campo a trabajarse la melancolía preguntándose por qué le habían salido tan mal las cosas en el terreno sentimental.
Cecil Beaton es, sin duda alguna, un personaje de otra época que no tiene ningún equivalente en el mundo actual. Fue un gran artista y un gran snob y, sobre todo, una persona discreta que llevaba su sexualidad con cierta reserva victoriana. En un momento del largometraje se aprecia una callada envidia de Beaton hacia un joven David Hockney, cuya arrogancia gay le subyugó, aunque no acabara de aprobarla. Homosexual indeciso, no exento de algún sentimiento de culpa, y chapado a la antigua, siempre estuvo marcado por su clase social, sus ganas de eternizarse como bright young thing, su anticuada adoración por la familia real inglesa (uno de los días más felices fue cuando le cayó la Orden del Imperio Británico) y unos aires de gran señor que a base de trasnochados acababan por resultar entrañables. Y aunque no he leído sus diarios ni soporto los musicales, su obra fotográfica me basta para considerarlo uno de los grandes de la imagen de todos los tiempos. Los interesados por los personajes levemente atrabiliarios, pero valiosos, así como los aficionados a la fotografía en general y a los retratos en particular, harán bien en ver Love, Cecil. Reconozco que no queda mucha gente que se acuerde del señor Beaton y que hay fotógrafos que lo consideran una antigualla cursi y un gay vergonzante y en absoluto empoderado, pero a mí siempre me ha parecido un excéntrico británico de esos que acaban alcanzando la categoría de National Treasure. En Filmin hasta el 11 de diciembre: ni un día más.