La actriz y sex symbol involuntariamente cómico Jayne Mansfield (1933 – 1967) fue lanzada por Hollywood a finales de los años 50 como respuesta a Marilyn Monroe y rápidamente se especializó en papeles de rubia tonta, aunque hay quien asegura que de tonta no tenía ni un pelo, que hablaba cinco idiomas y que hasta sabía tocar el violín. Las cosas le fueron moderadamente bien hasta principios de los 60, cuando su feminidad exagerada, sus roles de tonta del bote y sus insufribles grititos marca de la casa se dieron de bruces con el feminismo y la incipiente nación de Woodstock. Se casó tres veces (una de ellas con el culturista Mickey Hargitay, que también hizo sus pinitos como actor), tuvo cinco hijos, engordó y se fue convirtiendo paulatinamente en un personaje más bien ridículo y desfasado cuyas excentricidades ya no hacían gracia (como su mansión pintada de rosa y el Cadillac del mismo color con el que circulaba por Los Ángeles). A mediados de los 60, cuando ya no sabía qué hacer para recuperar el brillo perdido, trabó amistad con el fundador de la Iglesia de Satán, Anton Szandor La Vey (1930 – 1997), de padre ruso y madre ucraniana, quien se llamaba en realidad Howard Stanton Levey (el auténtico nombre de la señorita Mansfield, por cierto, era Vera Jayne Palmer).
Aunque se consideraba el hombre más malvado del mundo (como había hecho años antes el británico Aleister Crowley, otro payaso del demonio), el señor La Vey ha pasado a la historia como un curioso mamarracho con muchas ganas de destacar. La relación entre la actriz y el satanista es el centro de un divertido documental que puede verse en Filmin y que recomiendo fervorosamente a todos los devotos de la cultura basura, Mansfield 66/67, dirigido por P. David Ebersole y Todd Hugues. El encuentro entre dos seres tan disparatados como Jayne y Anton puede proporcionar bastantes momentos de solaz a los aficionados a las historias más cutres del universo de Hollywood.
La maldición de La Vey
Durante años corrió la leyenda de que el accidente automovilístico que acabó con la vida de Mansfield fue fruto de una maldición lanzada contra su último novio, un abogado marrullero llamado Sam Brody, por el siniestro Anton La Vey. La relación entre los tres empezó con una visita de Jayne y Sam a la Iglesia de Satán (la casa que Anton había heredado de sus difuntos padres y que, tras ser pintada de negro, sirvió de sede de su grotesca organización y de escenario para misas negras y cosas por el estilo), una idea del astuto Brody para devolver a su novia al candelero (como la de enviarla a actuar a Vietnam para los soldados norteamericanos, evento que acabó como el rosario de la aurora, igual que en la célebre secuencia de Apocalypse now, por lo calientes que puso la estrella a los reclutas). Durante esa visita, Brody se permitió algunos comentarios irónicos sobre su anfitrión y su iglesia, lo cual le ganó una maldición eterna (junto al consejo para Jayne de que nunca se subiera a un coche con el abogado de marras). Cuando los Brody murieron al comerse un camión que llevaban delante, corrió la voz de que la maldición de La Vey se había cumplido. En cualquier caso, así acabó la extraña carrera de una imitadora de Marilyn a la que nunca le habían ido muy bien las cosas.
Heroína camp e icono de la comunidad gay, Jayne Mansfield recibe un peculiar homenaje en el documental de los señores Ebersole y Hugues, que incluye, además del inevitable material de archivo, entrevistas con cineastas dados al cotilleo como John Waters o Kenneth Anger, historiadores del cine y profesionales del chismorreo y hasta a alguna intelectual feminista (también hay extraños números de baile y hasta dibujos animados para reconstruir situaciones no filmadas). El resultado es muy entretenido y hasta respetuoso con una actriz que nunca se esmeró mucho en ser tomada en serio, pese a lo de los cinco idiomas y el violín. Como sugiere el documental, Mansfield siempre estuvo más preocupada por figurar, darse aires y ser famosa que por mejorar como profesional de lo suyo. Y si sus tres maridos no la ayudaron a elegir el mejor camino, su último novio, el tal Brody, se reveló como un gafe que la llevó a tomar las peores decisiones de su vida (con la ayuda del alcohol y las pastillas con las que se atiborraba la diva).
Estamos, en resumen, ante una historia del lado más cutre de Hollywood, que puede ser también el más divertido. En ese sentido, centrar la producción en la relación entre una femme fatale de parodia y un supuesto satanista que solo quería salir por la tele y tratarse con las celebrities del cine se revela como un gran acierto, pues le ahorra al espectador (caso de que le diera por ahí) el revisar las muchas películas malas que rodó la pobre Jayne y leer los delirantes libracos que escribió el bueno de Anton. Eso sí, quienes no sientan el menor interés por la cultura basura y el cutrerío de Hollywood, más vale que no se acerquen por este divertido documental que es Mansfield 66/67.