Pasa y no lo ves. No la puedes agarrar. Se escapa. Es la vida. Tu vida. Que ya no es. ¿O sí? De algún modo, con ciertas licencias creativas, perdura en tus películas, a las que vuelvo de vez en cuando. Sí, claro, en busca de pedazos de ti. Y en ese preciso instante, cuando empieza la acción, las reminiscencias cobran vida. Porque la vida que yo busco, que es la tuya, está en tus filmes y en mi memoria. Sí, papá, podríamos decir que, al cruzar la cortina de Las meninas de Luces y sombras (1988) que han instalado en la entrada de la sala de exposiciones de la Filmoteca, la vieja memoria deja paso a la nueva. ¿Qué memoria?, dirás. ¿La tuya o la mía? La nueva memoria de Jaime Camino (Barcelona, 1936-2015).
Recuerdo que tu delicado estado de salud de los últimos años no te permitió rodar ¡No tan deprisa!, el guion autobiográfico, coescrito junto a Esteve Riambau, en el que, a través de algunas escenas de tus películas, narrabas tu infancia, tu amor por el piano y tu imposibilidad de amar. Todo ello, marcado por la Guerra Civil y la ausencia prematura de tu padre. Todo ello, enmarcado en las últimas palabras del abuelo antes de morir, las que elegiste para el título de tu última película, ahora convertida por Riambau en la exposición Jaime Camino. No tan deprisa, que se puede visitar hasta este domingo 23 de octubre en la sede de la Filmoteca del Raval.
Recuerdo, como si fuera hoy --hace ya cuatro meses--, cuando la inauguraron. Te habría gustado. Román Gubern, amigo y coautor de muchos de tus guiones, se sentó en primera fila. Está mayor. Va con bastón y cuidador, pero conserva una cabeza privilegiada y la pose de intelectual de la vieja escuela --vestía americana de pana en plena ola de calor--. También asistieron otros amigos del mundo del cine; algunos curiosos en busca del piscolabis posterior cortesía de la Filmoteca; Jusci, Mónica y mamá; y, por supuesto, tus personajes. Estaba el casting al completo. Pero todo pasa, y ahora se los llevarán, de vuelta, a tus películas, donde todo queda.
Recuerdo, como si fuera ayer, la tarde en que me pusiste una película tuya por vez primera --en realidad era la tercera, pero de los estrenos de Luces y sombras y El largo invierno (1992) no puedo acordarme--. Introdujiste el VHS, yo no llegaba a los diez, y lo que más me emocionó fue leer tu nombre en la pantalla y ver que había ganado un premio --el de la Crítica en el Festival Internacional de Cine de Berlín--. Recuerdo tu nombre, el premio, a una jovencísima Ángela Molina y a Paco Rabal, el maestro republicano de Las largas vacaciones del 36 (1976), que estaba más enjuto que de costumbre --y eso que vestía abrigo, bufanda y boina--. En ese momento, los colegiales se pusieron a recitar Recuerdo infantil, de Antonio Machado, y me sacaron de mi ensimismamiento pueril.
Una tarde parda y fría
de invierno. Los colegiales
estudian. Monotonía
de lluvia tras los cristales.
Es la clase. En un cartel
se representa a Caín
fugitivo, y muerto Abel,
junto a una mancha carmín.
Con timbre sonoro y hueco
truena el maestro, un anciano
mal vestido, enjuto y seco,
que lleva un libro en la mano.
Y todo un coro infantil
va cantando la lección:
«mil veces ciento, cien mil;
mil veces mil, un millón».
Una tarde parda y fría
de invierno. Los colegiales
estudian. Monotonía
de la lluvia en los cristales.
Recuerdo que dejé de ser un niño con el romance tormentoso de Analía Gadé, la profesora de piano, y Joan Manuel Serrat, el alumno aventajado, en Mi profesora particular (1973). Y parte de la culpa la tuvo José Luis López Vázquez, su vecino, un obseso sexual aficionado a las plantas carnívoras, que se dedica a espiarles con unos prismáticos. Y la cosa acabó mal. Con el pobre Loris (Serrat) electrocutado en la bañera a manos de Francisca (Gadé), que lo ejecuta pulsando las teclas del piano. La verdad es que no se os podía dejar sueltos a ti, a Jaime Gil de Biedma y a Juan Marsé. Menudo trío. ¡Qué peligro!
Recuerdo que el cineclub siguió, tiempo después, con Dragón Rapide (1986), en la que Juan Diego interpreta a Franco por primera vez. ¡Cómo me reí al ver a aquel hombre sin ningún tipo de carisma fallando un golpe de golf o comiendo una tortilla a la francesa junto a Carmen Polo (Vicky Peña)!
Recuerdo varias escenas del segundo visionado de El largo invierno (1992), pero, sobre todo, recuerdo que siempre presumías de haber trabajado con el gran Vittorio Gassman, el mayordomo de La casa de las mimosas, y de lo fácil que lo hacía todo con su savoir faire. Y, por supuesto, tengo grabada la frase con la que Il Mattatore cierra el film: “Se llevan el tiempo”.
Recuerdo Los felices 60 (1963) y supongo que por eso ando enamorado de Cadaqués.
Recuerdo la música de Xavier Montsalvatge en España otra vez (1969), en la que un antiguo brigadista americano regresa a Barcelona y visita, entre otros rincones, Belchite, escenario de una de las batallas simbólicas de la Guerra Civil y un lugar que disparó mi imaginación cuando lo descubrí contigo.
Recuerdo que, en tus últimos años de vida, me echabas en cara el no haber visto Mañana será otro día (1967) y La Campanada (1979), ambas protagonizadas por Juan Luis Galiardo, y que yo te decía que eran difíciles de encontrar, que no las tenían en el Video Instan de Enrique Granados. Y ahora me arrepiento de ello.
Recuerdo que, a veces, el recuerdo no es fiel, pero que sí lo era en La Vieja Memoria (1977), donde tú hablabas con La Pasionaria, Federica Montseny, José María Gil-Robles y Josep Tarradellas, entre otros, sobre la II República y la Guerra Civil. Recuerdo, incluso, que un día fui yo el que le puse la película a una novia a la que quería mucho, y que tú estabas orgulloso merodeando por allí. Y que de ese rodaje salió, además de un documental imprescindible galardonado con el Premio Sant Jordi a la mejor película, el libro Íntimas conversaciones con La Pasionaria (Editorial Dopesa, 1997), que no sería tu única obra escrita --La coraza (1960), tu primera novela, fue finalista del premio Nadal--.
Recuerdo que, si siento debilidad por Federico García Lorca, aunque muchas veces no lo entienda, es por ti y El balcón abierto (1985), pero los que más me emocionan son los primos Piedad, Ernesto y Paco en Los niños de Rusia (2001). Esa escena, en la que Piedad lee la carta que les escribió su padre la noche antes de morir fusilado, tras pasar siete meses en el campo de concentración franquista de Albatera (Alicante), es desgarradora.
Un fragmento de la misma:
“Cuando seáis mayores, cuando la vida os haga comprender sus misterios y su dureza, cuando sepáis como son los hombres, entonces sabréis que vuestro padre, que fue bueno toda la vida, y que no solo no hizo mal a nadie, sino que sacrificó su porvenir y su vida por una vida mejor, dejó ésta. Sí, queridos hijos míos, por ahora, sabed solo que voy a morir dentro de pocas horas, y que no nos volveremos a ver nunca más”.
Recuerdo todos estos momentos culminantes de tu filmografía, y todavía lloro al escuchar los Preludios de Chopin que elegiste para Un invierno en Mallorca (1969) o al entrar en el cuadro de Las meninas de Velázquez en Luces y sombras (1988). Pero ahora entiendo que, en realidad, todo era una brillante excusa para hablar de eso, de la vida y de la muerte. Tal y como me constaste un mediodía frente al mar, para después reproducirlo en el guion de ¡No tan deprisa!, en la escena final.
- ¿Cómo murió el abuelo?
- Fue aquí mismo. Yo tenía once años. No muchos menos que tú. Mi padre estaba comiendo con unos amigos en esa terraza, junto al mar. Con el viento, uno de los postes se desprendió y le golpeó fatalmente la cabeza. Mientras le atendían, apareció una camilla que lo transportó hacia la ambulancia. Sus últimas palabras fueron: “¡No tan deprisa! ¡No tan deprisa!"
- ¿Fue así como murió?
- Así me lo contaron. Y yo lo conté después en una novela (Moriré en Nueva York, Seix Barral, 1996). Nunca me atreví a reproducirlo en una película. Yo estaba en clase de religión, en los Jesuitas. Apareció el padre prefecto y cuchicheó algo con el padre Armengol, nuestro profesor. “Algo grave ha ocurrido, tienes que irte a casa inmediatamente. Tu papá…” Me acompañaron unos amigos en coche.
- Y tú, ¿qué viste?
- El portal de nuestra casa abierto de par en par, movimientos extraños de la portera y de los vecinos. Tú yacías en el lecho matrimonial, muerto, con la mandíbula sujeta por un pañuelo atado a la cabeza, los orificios nasales tapados con algodones, y mamá tendida sobre tu pecho, reclamándote, gritando contra lo inimaginable que era tu cuerpo sin vida. Te habías ido y el niño no lo comprendió del todo hasta que vio desaparecer el ataúd en el nicho funerario y éste fue sellado a cal y canto, y no lloró amargamente tu ausencia sino aquella tarde calurosa, embriagado por el rapé descubierto en tu escritorio, solo, apretando en la mano tú último regalo, un souvenir de París.
Pasa y no lo ves. No la puedes agarrar. Se escapa. Es la vida. Tu vida. Que es también la mía. Porque tú vives, en tus películas, en mi memoria. Porque nunca ha de olvidarse la razón de nuestros pasos, en el camino. Nuestro camino.