Lo más cerca que estuvieron en su momento los Sex Pistols del universo mágico de Walt Disney fue en 1980, cuando su carismático manager, liante máximo y cantamañanas excepcional Malcolm McLaren, incluyó en la banda sonora de la película The great rock & roll swindle (El gran timo del rock & roll), dirigida por Julien Temple pero ideada y controlada por el novio de Vivienne Westwood, la canción Who killed Bambi? (¿Quién mató a Bambi?), interpretada por el grupo Ten Pole Tudor. Nadie podía imaginar en 1980 que la relación entre Disney y los Pistols pudiera llegar mucho más allá, pero hete aquí que cuarenta y dos años después nos topamos en la plataforma Disney Plus con una miniserie de (más o menos) ficción sobre el grupo que inventó y marcó la breve etapa punk, sus amigos y conocidos. Dirigida por Danny Boyle y escrita por Craig Pierce, Pistol se basa en las memorias del guitarrista del grupo, Steve Jones, redactadas mayoritariamente, dada su condición confesa de analfabeto funcional con problemas para leer las reseñas del New Musical Express, por Ben Thompson. Cuando se publicó el libro, Johnny Rotten (nacido John Lydon), cantante de los Pistols, ya hizo constar su desagrado sobre la versión de los hechos que ofrecía Jones, y ahora, con la miniserie de seis episodios, ha vuelto a pillarse otro de sus célebres berrinches, asegurando que la serie es una birria, su amigo Steve un palurdo y Danny Boyle un imbécil. ¿Está en lo cierto el señor Lydon? No exactamente.
El principal problema de las reconstrucciones de hechos recientes es que mucha gente recuerda perfectamente la cara de quienes los protagonizaron, por lo que hay que hacer un esfuerzo suplementario a la hora de suspender la incredulidad. Ahí radica el principal problema de Pistol, en que los actores y actrices contratados para interpretar a los miembros del grupo y a los de su entorno social se parecen a los auténticos como un huevo a una castaña. Solo Toby Wallace y Louis Partridge recuerdan vagamente a Steve Jones y Sid Vicious. En el papel de Johnny Rotten, Anson Boon intenta esquivar con muecas propias de un retrasado mental la evidencia de que no se parece en nada al original. En el caso de Malcolm McLaren, darle el papel a alguien que aparenta catorce años, como Thomas Brodie, no parece una elección muy adecuada, sobre todo porque el gran manipulador, que en paz descanse, era siete u ocho años mayor que los pardillos de sus pupilos.
Una vez superada la sensación de que te están tomando por tonto, ya que recuerdas perfectamente cómo eran los Sex Pistols (en mi caso, porque tenían la misma edad que yo), si logras suspender la incredulidad y te dejas llevar por una trama que ya conoces gracias a documentales anteriores y a haberla vivido prácticamente en directo, Pistol se revela como un producto ameno e interesante, especialmente para estudiosos del pop, así como un tanto agridulce para los que vivimos la época retratada: en el fondo, todo el griterío punk no fue más que una chiquillada orquestada por el liante de McLaren y su novia, una revolución de chichinabo que Westwood se creía y McLaren no: mientras la una pensaba que con los trapos churrosos de su cutre boutique Sex estaba combatiendo al fascismo, el otro solo pensaba en molestar a los biempensantes y, sobre todo, hacerse de oro (de ahí su célebre lema Cash from chaos).
Retrato de una época
Dijo el bueno de Malcolm en su momento que para crear un grupo de éxito le bastaba con cuatro tíos que no supieran cantar ni tocar y que se odiaran mutuamente. Y eso fueron exactamente los Sex Pistols, aunque los resultados (su primer y único elepé, Never mind the bollocks, here´s the Sex Pistols) fueran inusualmente brillantes para unos tipos que, aparentemente, no sabían hacer la o con un canuto. Johnny Rotten, efectivamente, no sabía cantar y desafinaba de lo lindo, pero nadie puede imaginarse God save the queen o Anarchy in the U.K. interpretadas por alguien que no sea él. Steve Jones se enseñó a tocar la guitarra a sí mismo con un instrumento que McLaren le había robado a Sylvain Sylvain de los New York Dolls, grupo a cuyo hundimiento contribuyó con sus ideas de bombero. Glen Matlock, el único que sabía algo de música, fue echado a patadas por su pinta de oficinista (y porque le gustaban los Beatles) y sustituido por un amigo de Johnny, Sid Vicious, que ni sabía tocar el bajo ni tenía la menor intención de aprender a hacerlo, pues consideraba que con tener una pinta molona ya iba que chutaba (y que se chutaba, pues la diñó en el neoyorquino hotel Chelsea a causa de una sobredosis tras haberse cargado a su insufrible novia, Nancy Spungen, una groupie que lo desvirgó y lo enganchó a la heroína). Con estos mimbres, el gran McLaren la lio parda, como muchos recordamos, aunque su rollo anti sistema era de risa y el hombre solo pensaba en lucrarse de una manera divertida.
Crónica de unos tiempos en los que el rock aún era relevante, Pistol rehúye la nostalgia y se limita a ofrecer un retrato bastante verosímil de una época y un lugar. Cuarenta y tantos años después, la era punk se ve como algo mucho menos peligroso de lo que algunos creyeron que era en su momento (Lady Di hizo sufrir más a Isabel II que Johnny Rotten y sus muchachos), pero que constituyó un estimulante back to basics para la música popular, que se deslizaba peligrosamente hacia la pomposidad de Rick Wakeman y demás fantasmones del llamado rock sinfónico. Actualmente, Vivienne Westwood es prácticamente un tesoro nacional, McLaren y Vicious llevan años criando malvas, John Lydon cuida a su mujer, una octogenaria aquejada de Alzheimer, y Steve Jones hace caja con los recuerdos que le puso por escrito Ben Thompson (con la bendición y colaboración de los ejecutivos de Disney). Sic transit gloria punki.