Al turbio empresario argentino Alfredo Yabrán (1944--1998) no le gustaba nada que le hicieran fotos: de hecho, ningún ciudadano de su país sabía la cara que tenía, aunque a todo el mundo le constaba que sus negocios no eran del todo limpios y que estaba en muy buenas relaciones con el gobierno peronista, empezando por su presidente, Carlos Menem, quien, al igual que él, también era de ascendencia sirio-libanesa y le recibía en la Casa Rosada para hablar de sus cosas cada vez que a Yabrán le daba por ahí. Durante el verano de 1997, Yabrán se llevó una desagradable sorpresa: en compañía de su esposa, ocupaba la portada de la revista Noticias, donde se le veía paseando por la orilla de la playa en Pinamar, centro veraniego de reunión de los happy few que consideraban Mar del Plata un destino para pelagatos. Poco después, el fotógrafo que lo inmortalizó, José Luís Cabezas, apareció muerto, calcinado y esposado en un coche ardiendo muy cerca de donde se celebraba una fiesta de ricachones a la que el difunto, junto al reportero Gabriel Michi, que se salvó por los pelos, había acudido para retratar a algunas celebrities domésticas. No fue muy difícil relacionar el asesinato de Cabezas con la ira desatada de Yabrán, pero desentrañar la verdad de lo sucedido llevó unos cuantos años a causa del silencio generalizado, la escasa disposición de las autoridades políticas a esclarecer los hechos y la participación en ellos de algunos policías corruptos. En Argentina, el asesinato de Cabezas constituyó un escándalo mayúsculo que acabaría con la carrera política de Menem, pero yo no me había enterado de nada hasta que vi hace unos días en Netflix el excelente documental El fotógrafo y el cartero, dirigido y coescrito por Alejandro Hartmann.
El fotógrafo y el cartero (el cartero es Yabrán, quien, entre sus múltiples chanchullos, controlaba el servicio de correos argentino) funciona a dos niveles: por un lado, aborda un caso concreto de eliminación de un sujeto molesto; por otro, entra a saco en la corrupción generalizada en un país que insiste en no alejarse de la sombra del peronismo. El general Juan Domingo Perón fue un dictador muy peculiar. Por regla general, los tiranos dejan un legado ideológico uniforme, como es el caso de Hitler, Stalin, Mussolini o Franco. Perón se las apañó para dejar tras su paso por este planeta a un montón de peronistas que no tenían nada que ver entre ellos (consúltese al respecto la estupenda novela de Osvaldo Soriano No habrá más penas ni olvido) y que iban de la extrema derecha a la extrema izquierda, pasando por todo tipo de posiciones intermedias. A finales de los 90, Carlos Menem era el peronista en el poder y, un poco a lo Putin, si te llevabas bien con él, las cosas te podían ir muy bien, pero si ese no era el caso, podías acabar asesinado en el interior de un coche en llamas, como fue el caso del pobre Cabezas.
El amigo peronista
A lo largo de una hora y tres cuartos, Hartmann nos pinta un retrato duro y deprimente de un país aparentemente normal en el que pueden suceder cosas que nada tienen de normales. ¿Es normal que un magnate decida eliminar a alguien porque lo ha sacado en la portada de una revista? ¿Es normal que la policía abunde en sujetos corruptos? ¿Es normal que el presidente de la república se reúna con el principal sospechoso del crimen mientras se supone que se le está investigando? Afortunadamente, Argentina no es México, donde el asesinato de periodistas es el pan nuestro de cada día, y la muerte de Cabezas logró despertar una indignación popular que acabaría llevando a una solución más o menos satisfactoria del crimen. Previamente, polis corruptos y políticos abyectos habían intentado cargarle el muerto a una banda de delincuentes cutres (gesto también muy a lo Putin, que siempre encuentra a unos oportunísimos chechenos para acusarles de crímenes que han cometido sus propios sicarios), pero la cosa no coló y no hubo más remedio que hacer como que se seguía investigando.
Por lo que cuenta Hartmann, el asesinato de Cabezas fue la prueba para muchos argentinos de que el desmadre político-financiero generalizado no se podía seguir soportando. A regañadientes, policías y políticos siguieron adelante con el asunto hasta llegar a la detención de los asesinos. El inductor, Alfredo Yabrán, se voló la cabeza cuando iban a detenerlo. Pero el final feliz solo lo es a medias. Como nos explica, desolado, el compañero de Cabezas, Gabriel Michi, que se fue de la fiesta a tiempo, antes de que el coche de su colega fuese interceptado, ya no queda nadie en la cárcel de los que eliminaron y prendieron fuego al fotógrafo. Por uno u otro motivo turbio, a todos se les acortó la condena y llevan tiempo en la calle, salvo alguno que reventó entre rejas. La conclusión de El fotógrafo y el cartero es que, por una vez, se hizo algo parecido a la justicia en Argentina, pero sin ponerle muchas ganas y confiando en que la gente se olvidara del asunto cuanto antes. Menem cayó en las siguientes elecciones, pero hoy día el peronismo (controlado a cierta distancia por la siniestra Cristina Fernández de Kirchner) sigue al mando del país, y la maldición del general sigue vigente, dando la impresión de que todos los políticos son peronistas y todos se odian mutuamente.
Nada describe mejor la situación que aquella secuencia de la adaptación cinematográfica de No habrá más penas ni olvido, protagonizada por el gran Federico Luppi, en la que dos facciones de fans de Evita se cosen mutuamente a balazos baja la banderola de un bar que reza: El mejor amigo de un peronista es otro peronista.