Recuerda la casa paterna empapelada de libros y a él como un niño fascinado por las portadas y las promesas de las solapas. Diletante, según confiesa, lo mismo le hincaba el diente a un libro de la colección Barco de vapor que a Kafka. Parece muy seguro de lo que hace o, al menos, propietario de un espíritu tan atrevido como constante. Le ha ido bien. Como cineasta, mundo en el que se estrenó precozmente –con 16 años hizo su primer corto– y en la literatura, a la que se dedica por placer. Random House, ha vendido veinte mil ejemplares de su segunda novela, Los años extraordinarios y este otoño sacará Verbolario, un libro sobre definiciones de palabras. Tiene sentido del humor –que maneja con desparpajo– pero más textual que de carcajada. Lee mucho y se le nota. Delgado como un huso, da la impresión de sacarle veinticinco horas al día. Cuando ve la impericia de la entrevistadora con la grabadora digital le advierte: “Yo usaría dos, por si acaso”. Su novela tiene un aire a Cunqueiro. Le gusta la comparación.
–Me agrada que me lo diga. Mucho. Amo a Cunqueiro. Además, yo tengo doble nacionalidad (sonríe y explica: nacido en Orense, ha vivido en Salamanca desde los dos años). Me pasa como a Carmen Martín Gaite o a Torrente Ballester (gesto de exageración). En serio, no sé explicarlo, pero está claro que la tierra gallega es rica en plumas: Cunqueiro, Fernández Flores, Rosalía, Pardo Bazán y Valle Inclán claro, el gran referente. García Márquez decía que el realismo mágico nació en Galicia.
–Se ha definido su novela como un esperpento. Una comparación de la que quizás se abusa.
–Si lo es, no soy consciente, pero lo recibo con agrado. He leído más de trescientas referencias de la novela y parece que en lo que hay acuerdo es que es difícil de ubicar. Ni la historia ni el personaje, Fanjul. Y creo que tienen razón.
–Como cineasta tiene premios por películas como Buried. Ha trabajado en Estados Unidos con Robert de Niro, Uma Thurman o Sigourney Weaver. Está acostumbrado al aplauso de los espectadores. ¿Es distinta la reacción del lector?
–Todo es diferente. Son lenguajes diferentes y la reacción también lo es. Una novela hay que atravesarla, hay que pelarla, hay que digerirla. Una película es una experiencia más acotada en el tiempo. El tiempo de satisfacción es de naturaleza diferente. El lector necesita ser más paciente y su satisfacción no se basa en un final-sorpresa o en lo inesperado, sino en un proceso, en lo que sucede cada día, no en el final del viaje
–¿Qué feedback le ha llegado con este libro?
–Lo primero que uno tiene que asumir es que, una vez en la calle, una novela o una película ya no es tuya. No tienes nada tuyo, ni una novela, ni una película, ni una opinión, si me apura. Sobre la reacción de los lectores, creo que han adoptado a Fanjul. Han hecho como algunos personajes, sobre todo femeninos, de la novela que ven en él más de lo que él mismo es capaz. Soy el primer sorprendido al ver cómo han aceptado las reglas, o la ausencia de reglas, incluidas las físicas, de esta historia. Me ha sorprendido la facilidad con la que han entrado en un mundo multitentacular, tan difícil de aprehender. Por alguna razón que se me escapa han aceptado de forma natural este disparate, aunque tal vez pueda tener que ver con mi empeño personal en escribir sólo tonterías (sonrisa de medio lado, leve toque de la melena con la mano).
–Verdaderamente es un disparate: una geografía inventada, historiografía libre, unaa guerra de todos los españoles en contra de Alicante.
–Contra Alicante, no. Contra los de Alicante, que me resulta mucho más divertido (pone cara de habérselo pasado y pasarlo aún en grande). Lo que he hecho es darme toda la libertad del mundo. Sin pensar nada. Podría haber elegido otra provincia, Murcia por ejemplo, pero me parecía más interesante retratar a a los alicantinos como sedientos de guerra y ansiosos de sangre (ríe). Podría haber elegido Zamora, ya le digo, pero me parecía más extemporáneo Alicante. De hecho, la novela es una constante saturnalia, cada párrafo promete algo que el siguiente desmiente.
–La escribió antes del confinamiento y la revisó después ¿qué hizo en aquellos meses de reclusión?
–Dormir. Por fin sin llamadas urgentes ni encargos que hubiera que entregar ayer. Trabajé, claro, seguí con los podcasts y otros asuntos, pero de otra manera, sin esa premura. Fue muy interesante. Te asomabas a la ventana y la calle parecía una película rara. Era como un constante domingo. Daban ganas de ir a votar.
–¿Cree que nos quedarán cicatrices?
–No lo sé. Tampoco creo que salgamos mejores o peores. La verdad es que no hemos aprendido nada. Nunca aprendemos. No creo que sea nuestra función. Probablemente la vida no tiene solución porque no es un problema. La vida, simplemente, es.
–¿Tiene cierto temor a que se le vea como un cineasta que escribe? ¿O tal vez se siente como un escritor que hace cine?
–Soy las dos cosas en igualdad de condiciones. En mi caso, nunca ha habido pluma sin cámara ni cámara sin pluma. Sé que es un poco inevitable que dé la imagen de un diletante, un director de cine que ha tenido un rato libre y se ha puesto a escribir. Pero en absoluto es mi caso. Amo de forma profunda la literatura y, honestamente, procuro no hacer nada que no sepa hacer. Siendo lenguajes distintos, que no deben confundirse porque a menudo vemos novelas que son guiones encuadernados, o que ruegan encarecidamente que se rueden, distingo claramente una cosa de la otra. El cine necesita un lenguaje conciso, económico, a los personajes los define la acción. Se definen por las decisiones que toman y las cosas que hacen. Esta es su manera de mostrarse. La literatura pertenece al terreno de la evocación, de la resonancia. No es tan importante la trama como la mirada. Importa más la perspectiva de las cosas o los hechos que las propias cosas. Yo nunca confundo una cosa con la otra. Soy tan escritor como director.
–Hizo un corto sobre Kafka.
–Fue mi iniciación. Como lector, digo. Descubrí en el corto que escribía en blanco y negro. Kafka para mí ha sido iniciático. Leí La Metamorfosis con nueve años. Descubrí en la biblioteca de mis padres un libro que en la solapa hablaba de un señor que amanece convertido en insecto. Lo más. Ni Spiderman. Ni E.T. Ese fue mi primer Kafka, pero luego en la adolescencia fue importantísimo para mí. Lo leí todo.
–Es un gran lector.
–Sí. Lo fui desde niño y lo soy. Mi casa estaba empapelada de libros, buscaba los que me llamaban la atención por un dibujo, la solapa, por lo que fuera y los leía a escondidas. Otro que leí muy pequeño fue Viven –sobre la tragedia de los Andes de Pier Paul Read, publicado por Barreiro y Ramos en 1974– que me conmocionó y, seguramente, no sería apto para mi edad. Me daba igual si el libro era Perico y su borrico o un Vargas Llosa. No he hecho nunca distinciones entre eso que llaman baja o alta cultura. Leo lo que me gusta. Seguramente hay libros buenos y malos, no digo que no, pero también hay niveles en los lectores. Algunos te ayudan a entrar en mundos para los que no estás preparado y te sirven de puente, como un niño que ha de hacer la EGB, y el BUP o como se llame ahora.
–¿Para esos momentos tontos usa más libros malos o series y películas malas?
–Mire, no tengo placeres culpables porque no me siento culpable de los placeres. Adoro la novela negra, que no me parece un género menor. Muero con Raymond Chandler, que me parece magistral. Lo mismo puedo colgarme con Iris Murdoch que con Stephen King. Pero no tengo paciencia para lo que me aburre, sea una película. un libro o una serie. A lo que no me interesa no soy capaz de dedicarle tiempo. pero si me entretiene no le hago ascos a nada. Soy omnívoro. Sobre la buena o mala literatura supongo que la que pervive tiene esta cualidad. Fíjese: a King lo leen distintas generaciones, cada una de una manera diferente. Parece que no es tan efímero.
–Para algunos jóvenes La Guerra de las Galaxias es cine clásico.
–Y lo es de alguna manera. La distancia entre ET y nosotros es la misma que entre ET y Casablanca ¿Ve? Aunque en los últimos diez años ha cambiado mucho nuestra percepción de todo. Para mí era tan importante lo que no había visto, pero sabía que era bueno, que lo que podía ver. La primera vez que fui al cine vi una de Tarzán, pero no he olvidado el cartel de King Kong. Esa película que no vi me marcó más, fue importante para mí. Leía muchísimo sobre lo que no podíamos ver porque no había acceso. Estaban los cines y a veces la televisión. Leí muchísimo de Ciudadano Kane o del Acorazado Potemkin antes de verlas. Era mágico. Ahora todo es accesible, cosa que está muy bien, claro, pero que se banaliza la experiencia. Si hablamos de música, ahorrabas seis meses para comprar un disco y, cuando lo tenías, te aprendías de memoria hasta la letra pequeña. Luego vinieron los cedés y las ediciones baratas y te comprabas un montón y, a veces, ni les quitabas el celofán. A eso me refiero.
–También había revistas y programas a los que seguir.
–Yo apenas leo ahora revistas de cine. Leo y busco, pero todo está muy fragmentado. Picoteo. Si algo me interesa, por la opinión de alguien o el consejo de un amigo, sigo el rastro de manera más profunda. Pero hemos banalizado la experiencia, insisto. Ver una película en el cine es un rito que deja un rastro sensorial: elegirla, mirar carteles, ir a la sala, comprar la entrada, meterte en la capilla (sonríe), compartir ese momento con otros… Todo eso deja una huella. En las plataformas hay miles de ventanas con ofertas, que es estupendo, pero la experiencia no es de ninguna manera la misma.
–¿Con los libros tampoco?
–Tampoco. Tengo ebook y me parece comodísimo, me gusta. Lo uso, pero el papel deja otra huella. También es algo sensorial: lo coges, miras la portada una y mil veces, la cara del escritor y su nombre, marcas por dónde estás leyendo, sabes lo que te falta (hace un gesto con los dedos señalando el tamaño de las páginas que restan), no esa cosa del porcentaje que te dice el libro electrónico, que no es nada. Los olvidas mucho más fácilmente porque tu experiencia, aunque te haya gustado mucho la lectura, es otra. No es nostalgia ni es romanticismo. Es que es distinto.
–Dice Alberto Manguel que aunque no haya libros siempre habrá lectores.
–Lo que hay a cientos es escritores (ahora ríe). ¡Qué barbaridad, hay más gente que escribe que la que lee! Pasa también con los podcasts (él participa con Javier Cansado en Todopoderosos). Hay más podcasts que españoles.
–Para alguien que se dedica al cine y está acostumbrado a trabajar con equipos de mucha personas escribir debe ser liberador.
–Yo escribo casi en secreto, o sea que no lo anuncio ni se lo digo a nadie. Y lo hago sin pudor, con total libertad. Siempre parto del posible fracaso, así que me doy toda la libertad. En el cine también, la verdad. La libertad es posible en cualquier acto de creación, pero en el cine es más cara. Dejas más años de vida, más pelos en la gatera. Escribir mal es más fácil, claro, pero hacer las cosas bien siempre es difícil.
–Los años extraordinarios es casi una road movie en un mundo absolutamente de su invención. Da la impresión de que se lo ha pasado magníficamente.
–Sí. Pero creí que iba a ser menos trabajoso, la verdad. Tenía la estúpida idea de que como todo me lo inventaba no necesitaría trabajo de documentación. Nada más falso. La ficción total es muy complicada, tienes que inventártelo todo y hacerlo verosímil, darle tangibilidad. Por otro lado, todo es ficticio, hasta los telediarios. Al elegir una noticia, un plano o una visión ya estás narrando, ya estás ficcionando. Nada es inocente.
–¿Cómo aparece Fanjul en su vida?
–Sin ningún plan premeditado, se lo aseguro. Una tarde yo estaba esperando una llamada de Los Ángeles para un montaje y, de pronto, me encuentro escribiendo: “Nació el 18 de octubre de 1902”. No sabía nada más. Un hombre y ya está. Después escribí: “Eso sucedió antes de que llegara el mar a Salamanca”. Supe entonces que tenía que darle una cartografía histórica a la novela. Fui descubriendo a Fanjul al mismo tiempo que él. Ni hice escaleta ni un guión. El plan era no tener plan y seguir adelante por descabellada o irracional que fuera la idea. Le advierto que parece apasionante, y lo es, pero es como coger el pico y la pala cada día para ver lo que da de sí la cantera.
–Maniquea la novela no es, desde luego.
–En absoluto. Ni tiene consejos morales ni nada que se le parezca. Fanjul tiene muchos defectos, pero dos virtudes: no juzga y no se queja. Tampoco es un sociópata. Vive entre la indiferencia y el pasmo. No cree que la vida tenga solución, así que se limita a vivirla con sus reglas. Con deportividad, diría yo. Por ejemplo, cuando se hace anarquista comenta que su primer atentado “tuvo notable éxito de crítica y público”. pero cuando, por ejemplo, se convierte en un héroe apagando incendios en Londres y descubre que es una acción antifascista lo deja. Él no hace nada por ideología sino por amor a hacerlo. (Ríe, encantado).
–Se carga usted muchos lugares comunes.
–Bueno, escribo desde mi libertad, pero ni critico ni ataco nada en concreto. La intención de provocar a veces implica estar más preocupado por cabrear al otro que agradarte a ti. Yo no juego a eso. Me doy toda la libertad sin preocuparme en absoluto por las consecuencias. Nadie se enfada. Si algo me aburre más que los guardianes de la corrección política son los héroes de la anti-corrección. Se suben a taburetes para enfatizar lo que dicen y ponerse medallas agitando banderas. Creo en el hacer: si quieres hacer algo hazlo y en paz. En general, no pasa nada.
–¿Corrige mucho lo que escribe?
–Escribir es reescribir. Y reescribir es quitar. Esa es la ley. Al menos, para mí.
–Vaya camada de buenos escritores ha dado su generación.
–Uf. No sé. No me siento de una generación, aunque me gusten y me interesen escritores de mi edad, pero esas clasificaciones las hace la historia para comodidad de los estudiosos que ponen una raya, como el que pinta una línea blanca en la tierra para ordenarse mejor. Para mí tan contemporáneos son Quevedo o Cervantes como Cunqueiro, Mendoza o Cuerda. La literatura que te hermana con quien nació cinco o diez siglos antes. Nunca he tenido el impulso de matar al padre, siempre he admirado y reconocido a mis maestros en la literatura y en cine. Y los clásicos, ya sabe, se definen porque son modernos siempre.
–¿Se siente español?
–(Cara de no entender la pregunta). Es lo que soy. No entiendo mucho todo este lío que me parece tan poco natural. Hablamos mucho de lo que sentimos y poco de lo que somos. Si has nacido en Francia eres francés. Y si has nacido en España eres español. No entiendo la pulsión identitaria: tú puedes sentirse canguro, dar saltos como un canguro y ponerte una bolsa en el vientre, pero no eres un canguro. Me sobran las banderas identitarias clavadas en los accidentes geográficos.
–Usted que anda a caballo entre Estados Unidos y Europa ¿cree que podemos hablar de una cultura europea?
–No reflexiono mucho sobre eso, la verdad. Me limito a seguir lo que me gusta, lo he hecho así siempre. Hombre, en el cine mi Dios pagano es Martin Scorsese. Es la razón por la que hago y amo el cine. Pero lo mismo adoro a Michael Powell (director británico nacido en 1905) que a David O. Russell (estadounidense de 1958). Esa forma desordenada y caótica de llegar a la lectura que tuve de niño me ha marcado en todo. No me fijo en el año de nacimiento de un autor, ni en su país ni tampoco si son hombres o mujeres o si están vivos o muertos. Me da igual.
–¿Qué le parecen las medidas para promocionar a las mujeres que toman algunos festivales como el de San Sebastián ?
–Opino lo menos posible. Entre mis devociones hay muchas escritoras y muchas directoras. Que veamos su trabajo me parece muy bien. Me importan poco los circos que se montan respecto a las cosas, la verdad.
–¿Está pendiente de alguna llamada de teléfono de Los Ángeles?
–(Ríe y hace un gesto de sellarse los labios) Estoy en muchas cosas. No me cuesta decir que no, pero la verdad es que ando siempre ocupado. Lo que pasa es que jamás hablo de un proyecto cuando todavía es solamente eso. Soy un hombre que vive haciendo cosas, ni muy feliz ni muy triste. Dice Maupassant que la felicidad no es alegre. No sé cuánta verdad hay en eso, pero, en mi caso, define bien mi habitual estado de ánimo: soy tan refractario a la euforia como a la depresión.