Winston Valentino Liberace (West Allis, Wisconsin, 1919--Palm Springs, California, 1987) fue un pianista y, sobre todo, un showman de campanillas del que casi nadie se acuerda actualmente, pero que en su época (entre los años 50 y 70) fue en Estados Unidos una estrella como ha habido pocas. Los críticos solían ponerle verde por su, digamos, eclecticismo, ya que era capaz de pasar sin solución de continuidad de Rachmaninov a La polka del barril de cerveza, quedándose tan ancho y él y tan contentos los miembros de su audiencia, que solía estar compuesta de unas señoras mayores que lo adoraban y que habían arrastrado a sus maridos al concierto, aunque estos encontraran más bien ridículo, aunque indudablemente simpático, al músico por su vestuario desquiciado, su tendencia a la payasada, su más que evidente homosexualidad (nunca salió del armario, pero la cosa era un secreto a voces que, curiosamente, en la América de mediados del siglo XX no parecía importarle a nadie).
Aunque musicalmente, lo suyo era irrelevante (acercar los clásicos a un público ignorante mediante el sistema, confesado por él mismo, de quitarles las partes aburridas), el personaje se las traía y fue, en cierta medida, un precedente de Elton John y una indudable muestra de inspiración para los grupos británicos de glam rock de principios de los 70. Si hubiera premios al mal gusto, Liberace se los habría llevado todos, pero, al mismo tiempo, había algo especial, entre ridículo y entrañable, en la manera que había elegido de presentarse ante su público. La crítica seria no podía con él, pero daba lo mismo porque su reinvención de sí mismo (de niño mariquita maltratado a estrella global) lo había hecho millonario. Llegó a patentar una frase hecha para cada nueva reseña negativa: “Tras leerla, me pasé llorando todo el trayecto hasta el banco”.
Corre por Netflix un curioso documental, The world of Liberace, que completa a la perfección el largometraje que Steven Soderbergh le dedicó al pianista en 2013, Behind the candelabra, que puede encontrarse en el catálogo de HBO Max. Dirigido por Tony Palmer y con una duración de casi una hora y cuarto, está hecho exclusivamente con imágenes de archivo y es como una biografía autorizada y, por consiguiente, falsa.
Morir de sida
Nuestro hombre nos cuenta su vida, nos habla de su padre italiano y su madre de origen polaco, nos explica que empezó a tocar el piano a los cuatro años y que abandonó la carrera de concertista porque era muy sacrificada y, francamente, muy poco divertida. Mezclando la música clásica con el music hall, envuelto en capas de armiño, cubierto de joyas y anillos y, en definitiva, hecho un mamarracho, se metió a América en el bolsillo y se hizo muy popular en Inglaterra, donde la reina Isabel y su hermana lo adoraban (en la Europa continental nunca llegó a entrar, y en España todavía menos, aunque se editaron algunos de sus discos).
El hombre se propuso ser rico, famoso y, sobre todo, popular (le encantaba que todo el mundo lo reconociera y que a continuación no le cayera una pedrada). Lo consiguió: ganó millones, se hizo varias casas, disfrutó de abundantes vehículos de lujo (customizados a veces con cristales Swarovsky, que lo volvían loco) y eludió como pudo los temas vidriosos (cuenta en el documental que nunca se casó porque venía de una familia de divorciados y eso lo había traumatizado). Nuestro hombre solo salió del armario, contra su voluntad (era muy religioso y tremendamente conservador), cuando murió de sida en 1987. Curiosamente, hay más verdad en un largometraje de ficción como Detrás del candelabro (Liberace siempre actuaba con un candelabro encima del piano) que en el documental del señor Palmer: si los ves seguidos, sin conocer al personaje en qué se basan, te puede estallar la cabeza.
La película de Soderbergh mostraba a un Liberace (Michael Douglas) en sus últimos años, obsesionado por la muerte y la juventud perdida, cargado de manías y bordeando la histeria. Un tipo capaz de proponerle a su novio casi adolescente, Scott Thornson (Matt Damon), que se sometiera a una operación de cirugía plástica que lo dejara lo más parecido a sí mismo cuando tenía su edad, como si le apeteciera sodomizarse a sí mismo. Un señor mayor que organizaba orgías homosexuales con jovencitos en la piscina de su mansión mientras su querida mamá, ajena a todo, dormía tranquilamente en su alejado cuarto. Nada que ver con el encantador (y falso) personaje que aparece en The world of Liberace.
Adorables abuelitas
Entre abril de 1979 y octubre de 2010 funcionó en Las Vegas (la ciudad que tanto había contribuido a su gloria) un museo dedicado a la memoria de Liberace, que tuve la dicha de visitar en septiembre de 2005, al día siguiente de mi boda en The Little church of the west, la capilla más antigua del lugar, donde se casaron, entre otros, Zsa Zsa Gabor y George Sanders o Angelina Jolie y Billy Bob Thornton. Evidentemente, era un lugar absurdo y de un mal gusto espectacular, pero también el museo más divertido que he visitado en mi vida, pues ahí estaban sus coches customizados, sus uniformes de mamarracho para la escena, fragmentos del programa de televisión que propulsó su fama a partir de los años 50 (también llegó a salir haciendo de villano en un episodio del Batman de mediados de los 60), sus tallas religiosas, su escritorio Luis XV y, en resumen, todo lo que había formado parte de su extraño mundo (hasta me compré un disco suyo, que archivé tras escucharlo una sola vez). O sea, su legado, del que con tanta vehemencia habla en el documental de Netflix.
En su momento, pensé que, si la novia sobrevivía a semejante terapia de choque, sería mía para siempre, pero me equivoqué porque la cosa se torció al cabo de unos años. En mi memoria, eso sí, el Liberace Museum forma parte de tres de los días más felices de mi vida, y cuando me enteré de que lo habían chapado por falta de público lo sentí mucho por aquellas adorables abuelitas que lo llevaban y a las que nunca se les había pasado por la cabeza la idea de que su ídolo pudiera ser gay. “¿Sabía usted que la princesa Margarita de Inglaterra estuvo enamorada de Liberace?”, me preguntó una de ellas. “¡No me extraña, menudo partidazo!”, repuse.