El escritor británico Len Deighton (Londres, 1929) facturó en los años 60 una serie de novelas de espías protagonizadas por un personaje sin nombre que solo lo obtendría cuando la primera entrega de la saga, The Ipcress file (1962), fuese llevada al cine tres años después (en España se estrenó como Ipcress, a secas) y le cayera el papel al gran Michael Caine. El productor, Harry Saltzman, sostenía que no se podía hacer una película con un personaje sin nombre y bautizó al ligeramente sórdido antihéroe creado por Deighton como Harry Palmer.
El avispado señor Saltzman --que ya había encontrado una mina de oro con James Bond, cuyas primeras películas co-produjo con Albert Broccoli-- se hizo así con una segunda franquicia, muy diferente a aquella con la que se forraba, que ofrecía una visión del espionaje más cutre y mucho menos glamurosa. Tras The Ipcress file, adaptó Funeral en Berlín y Un cerebro de un billón de dólares, la única que contó con un presupuesto decente y un director dotado para el espectáculo (no siempre de buen gusto), Ken Russell. Harry Palmer durmió un largo sueño de los justos hasta mediados de los 90, cuando fue resucitado para dos largometrajes televisivos algo cutres a los que se apuntó Michael Caine porque no consta que alguna vez haya rechazado una oferta.
The Ipcress file acaba de recibir un tratamiento de lujo con la reciente miniserie de Movistar en seis episodios que no tiene nada que ver con la versión cinematográfica (la volví a ver hace poco y comprobé que la película que tanto me había entretenido de niño estaba hecha con cuatro duros, a ver si sonaba la flauta, y mostraba un Londres que, pese a los Beatles y los Stones, parecía hallarse en plena postguerra, lo cual, todo hay que decirlo, potenciaba el tono sórdido de la propuesta). En la miniserie que hoy nos ocupa no hay ni rastro de sordidez física, aunque sordidez moral haya a cascoporro. Como sucede en las producciones británicas ambientadas en la década prodigiosa, todo es mucho más bonito que el original y nos hallamos ante una versión estilizada de los años 60 en la que el diseño de producción, el vestuario y hasta el maquillaje mejoran sensiblemente el original: hasta la célebre gabardina de Harry Palmer parece de mejor calidad que la que lucía el pobre Michael Caine.
Entretenimiento de primer orden
Como no he leído la novela de Deighton, no sé qué versión es más fiel al original. Yo recordaba una historia que no salía de Londres y ahora me he encontrado con una trama internacional que pasa por Finlandia, Beirut y una isla del Pacífico, aunque todo se haya rodado entre Inglaterra y Croacia. El mcguffin es el mismo (el secuestro de un científico nuclear británico que está a punto de inventar la bomba definitiva), pero en la serie pasan un montón de cosas que en la película ni se intuían, lo cual la hace especialmente entretenida, y sitúa a Estados Unidos como un país tan peligroso como la URSS para los intereses británicos. El rol de Palmer le ha caído a Joe Cole (puede que lo reconozcan ustedes si han visto Peaky blinders), y el guionista, John Hodge, ha introducido a un personaje que no existía en el largometraje de los 60, la agente Jean Courtney (Lucy Boynton, recientemente vista en ¿Por qué no le preguntan a Evans?) y ha mejorado y ampliado el papel del jefe de Palmer, el mayor Dalby (Tom Hollander), al que ha liado con una científica rusa y colocado al borde de la traición la corona.
Dejando aparte cuestiones de fidelidad al original literario (no sé si en los 60 se quedaron cortos por ahorrar o si ahora han añadido material para animar la historia), lo cierto es que El expediente Ipcress es una excelente miniserie de espías con una ambientación de quitarse el sombrero que es, de hecho, una fantasía sobre los años 60 que los mejora visualmente de una manera considerable. Para los que nos gusta Las Vegas y preferimos su falsa torre Eiffel y sus no menos falsos canales venecianos a los originales, The Ipcress file constituye una gozada indescriptible, pues la pulcritud habitual de los productos audiovisuales británicos se ve enriquecida con la reproducción de una época que mejora la auténtica: ya no hay que aguantar a oficinistas con bombín o a viejas con una bolsa de plástico en la cabeza al fondo de un plano con Michael Caine a primera vista: todo es deliciosamente falso y se extrae de ello una satisfacción estética notable que, unida la eficacia de la trama, convierte el regreso de Harry Palmer en un entretenimiento de primer orden.