Existe un teatro entendido como incómoda revelación. En él tiene sitio Ibsen. También Ionesco y Pirandello. Y, por supuesto, Beckett. Es un teatro de ideas puntiagudas que expone con un lenguaje tenso aquello que el mundo tiene de siniestro, de oscuro. El mundo o nosotros, que no siempre es lo mismo. Entre la última promoción de esa tropa está Juan Mayorga (Madrid, 1965), distinguido con el Premio Princesa de Asturias de las Letras 2022. El jurado, presidido por Santiago Muñoz Machado, director de la RAE, ha destacado “la enorme calidad, hondura crítica y compromiso intelectual de su obra”, que resume en “acción, emoción, poesía y pensamiento”.
Este galardón viene a coronar a Mayorga como el autor más sobresaliente de la generación que renovó la escena española después de la Transición. Una hornada en la que se incluyen nombres como Andrés Lima, Angélica Liddell, Juan Cavestany, Rodrigo García o Sergi Belbel, que empezó a brotar en los ochenta y se consolidó en los noventa con el aliento de los nuevos teatros públicos y la proliferación de las salas privadas. Por extensión, el reconocimiento ofrece también a la literatura dramática una oportunidad para incorporar nuevos lectores gracias a su brillo. El autor de Hamelin comparte desde ahora podio con Francisco Nieva (1992) y Arthur Miller (2002).
Mayorga confirma así que está fuera del aplauso a los autores pasajeros y del rigor de los dramaturgos con polilla. Él viene de un astillero intelectual poco habitual en los escenarios españoles. Empezó a escribir poesía. Estudió Matemáticas. También Filosofía. Dedicó su tesis doctoral al pensamiento de Walter Benjamin. Esa deriva, claro, explica el cinturón de dinamita política que ciñe toda su producción. “Nuestro tiempo es de una falsedad tan abismal que, si alguien pusiese un poco de verdad en el escenario, la gente saldría a quemar el mundo”, pone en boca de Volodia, uno de los personajes de El crítico (Si supiera cantar, me salvaría), estrenada hace una década.
En el prólogo a la recopilación Teatro 1989-2014 (La Uña Rota), Claire Spooner, experta en la obra del madrileño, afirma: “Mayorga lleva más de dos décadas experimentando formas de pensar y contar la realidad presente y pasada desde el escenario, siguiendo un hilo conductor que bien puede ser visto como una línea de vida: la búsqueda obsesiva de la verdad”. Y añade la ensayista francesa: “La libertad frente al poder, la historia y la memoria, el arte y la crítica, el individuo y lo colectivo: los temas regresan, se atenúan o se hacen más visibles, pero están íntimamente ligados. Y, sobre todo, sea cual sea el tema, por detrás, pero siempre por delante, brilla rabiosamente el cuerpo vivo de la palabra”.
Por lo general, Mayorga ha encontrado el combustible de su fuego creativo en los lugares de colisión del pasado. Ya en su primera pieza, Siete hombres buenos (1989), llevó a escena al gobierno de la República española reunido en un sótano en su exilio mexicano. En Cartas de amor a Stalin (1997) fijó las vivencias de Mijail Bulgákov, a quien el régimen soviético condenó al silencio. En Himmelweg (2003) recreó la visita real a un campo de exterminio de un delegado de la Cruz Roja que redactó un informe positivo sobre las condiciones de vida de los judíos allí condenados. Su protagonista no reconoció –o no quiso hacerlo– que había asistido a una terrible ficción.
Con estos mismos materiales de derribo, Mayorga escribió El sueño de Ginebra (1993) alrededor de Jackie Kennedy Onassis; El Gordo y el Flaco (2001), sobre Laurel y Hardy o sobre dos tipos que creían ser ellos; Últimas palabras de Copito de Nieve (2004), cuyo protagonista es el gorila albino del zoo de Barcelona; La tortuga de Darwin (2008), levantada a partir de la noticia de que aún vivía uno de los animales que el científico investigó en las Islas Galápagos, y Reikiavik (2015), construida sobre el duelo que se desarrolló en el verano frío y lluvioso del año setenta y dos entre el campeón del mundo de ajedrez, el soviético Boris Spassky y el retador norteamericano, Bobby Fischer.
Desde entonces, ha firmado nuevas piezas teatrales y algunas, incluso, las ha dirigido: El cartógrafo (2016), Intensamente azules (2018), El mago (2018) y Silencio (2022). Esta última, de hecho, es la adaptación de su discurso de ingreso en la Real Academia en 2019, una disertación literaria sostenida en los escenarios por Blanca Portillo que gira alrededor del sentido y los significados de la palabra silencio y que repasa también los grandes silencios de la historia del teatro: “Sucede que el teatro, arte del conflicto, encuentra en silencio la más conflictiva de sus palabras: esa que puede enfrentarse a todas las demás. Sucede que en el teatro, arte de la palabra pronunciada, el silencio se pronuncia”.
Basta asomarse a cualquiera de sus obras para detectar una llamada permanente a la inteligencia del espectador, al que pretende convertir en cómplice necesario. “La razón última del teatro es la de convocar a la asamblea para, en asamblea, representar posibilidades de la existencia humana”, aclara Mayorga en uno de sus textos teóricos, Razón de teatro (publicada junto a Silencio en 2019), enclavijándose así en esa cofradía necesaria que a veces sabe cómo hacer de una escena un espejo colectivo. Porque, en ocasiones, el teatro es lo más vivible de la vida. Un aquelarre o una plaza desde donde lanzar verdades inflamables del tipo: “Una sociedad nunca será mejor que su escuela”.
En su opinión, el lenguaje es la cuestión política por excelencia. Quién escribe las palabras o hasta qué punto están ocupadas por frases e ideas del poder son preguntas que parece plantear asiduamente en sus textos este autor, quien desliza al escribir toda la poesía macerada dentro de ese silencio científico del que se puso a mirar alrededor y sabe fijarse en aquello que no se ve de la gente o de sus demonios. En este punto, alguna vez ha confesado que nunca sale de su casa sin un pequeño cuaderno de notas y un bolígrafo por si a la vuelta de la esquina se encuentra con una escena, un diálogo, un papel, una escenografía, un conflicto.
Ese estar atento también le ha llevado a escribir sobre la educación (El chico de la última fila, 2006), la pederastia (Hamelin, 2005) o el Alzhéimer (El arte de la entrevista, 2013). Ha adaptado a los clásicos, de Calderón a Kant y de Eurípides a Valle-Inclán, y ha ganado los Premios Nacionales de Teatro en 2007 y de Literatura Dramática en 2013 (por La lengua en pedazos, a partir del Libro de la vida de Teresa de Jesús). Su estatus de gran dramaturgo español del cambio de siglo le llevó a comienzos de año a la dirección del Teatro de la Abadía de Madrid. El Centro Dramático Nacional estrenó su última obra, El Golem. “Somos seres ocupados por palabras”, dice allí uno de sus personajes.