Siempre es triste deshacerse de un amigo de toda la vida, aunque se trate de un ser ficticio, de un personaje imaginario. Mis dos (falsos) amigos de la infancia son Tintín y James Bond. Al primero creo que lo conservaré hasta que la diñe, pero del segundo me despedí definitivamente hace unas noches, tras tragarme en Amazon su última aventura, Sin tiempo para morir, que conseguí no ver en el cine pese a la insistencia de mi niño interior, que no es más pesado porque no entrena lo suficiente y siempre me está recordando lo felices que fuimos cuando descubrimos a 007 a los seis o siete años en el cine de Canet de Mar, localidad del Maresme en la que pasábamos las vacaciones estivales. Aunque hace tiempo que las películas de James Bond cada vez son más malas y uno ha encontrado alternativas más estimulantes (pienso en la saga de Jason Bourne o en las entregas de Misión Imposible protagonizadas por Tom Cruise), mi niño interior nunca ha dejado de darme la chapa cada vez que se estrenaba una, y yo solía ceder, aunque saliera del cine ciscándome en todo en general y en él en particular.
Con No time to die me planté, pero no me sirvió de nada: ambos sabíamos que acabaríamos viéndola en cuanto se emitiera por televisión, como así fue. Pero creo que esta vez se me ha acabado la paciencia, pues las dos horas y media de aburrimiento supino que me infligió la última aventura de 007 fueron un latazo considerable, y creo que se hizo extensivo a mi maldito niño interior, al que no noté nada satisfecho tras la proyección. El guion (escrito por cuatro o cinco personas, incluida la usualmente brillante Phoebe Waller- Bridge, a quien debemos series tan meritorias como Fleabag o Killing Eve) era confuso, rutinario y tedioso a más no poder. Los intentos de humanizar (¿qué falta hacía?) a 007 eran penosos. El malo no tenía maldita la gracia (Rami Malek, el alter ego de Freddie Mercury en Bohemian Rhapsody). Y el protagonista, Daniel Craig, que en otras películas cumple muy dignamente, siempre me ha parecido que era ideal para interpretar una biopic de Vladimir Putin, pero que resultaba siniestro como James Bond. Conclusión: hasta aquí hemos llegado, querido James. Y a mi niño interior, que lo zurzan. A ver si crece de una vez y me deja en paz.
Y una cita de Bergamín
Experimento cierta tristeza, eso sí. A fin de cuentas, un amigo ficticio (al igual que ciertos desconocidos: aún no he superado la muerte de David Bowie) da tantas alegrías como uno real. Y nunca olvidas el momento en que lo conociste. Recuerdo como una epifanía salvífica el visionado de Dr. No, una película barata que cosechó un inesperado éxito internacional y con la que, de paso, descubrí los encantos de la otredad (que diría Machado) al ver salir de las aguas a Ursula Andress. A partir de entonces tuve una cita anual con 007. Me tragué Desde Rusia con amor y Goldfinger. Alcancé el culmen de mi admiración por Bond con Operación Trueno (aún tengo el cartel colgado junto a la mesa en la que escribo). Cuando sustituyeron a Sean Connery por Roger Moore, encajé el reciclaje humorístico del personaje con suma dignidad y hasta lo disfruté. Empecé a aburrirme con Timothy Dalton y vi las películas protagonizadas por Pierce Brosnan por pura inercia (más la tabarra inevitable de mi niño anterior). Con las de Daniel Craig empecé a cabrearme y a pensar que ya era demasiado mayor para tragarme semejantes chorradas (aunque no para engancharme a otros salvadores de la humanidad, como el John McClane de Die hard o los citados Jason Bourne o Ethan Hunt). Empezaba a hacerse evidente que la cosa iba a acabar mal con 007, como así ha sido. Y lo peor es que no sé si la culpa es suya o mía o del maldito niño interior. En cualquier caso, es triste, muy triste, y dan ganas de citar a Bergamín: “Qué poco me va quedando/De lo poco que tenía/Todo se me va acabando/Menos la melancolía”.
Aunque da la impresión de que 007 la diña al final de Sin tiempo para morir, los créditos concluyen con la frase habitual: James Bond will return. No sabemos en qué forma. Puede ser un hombre negro, una mujer asiática o un miembro de la comunidad trans, pues no se descarta ninguna posibilidad a la hora de mantener viva a una reliquia de la guerra fría como el hombre de los martinis agitados, no batidos. En cualquier caso, no será ya el tipo al que descubrí en un cine del Maresme a los seis o siete años y que me acompañó durante décadas. Hablamos de un drama ridículo, ciertamente, sobre todo a una edad en la que los amigos reales se mueren de verdad o en vida porque ya no sabes qué decirles. Pero todo suma. Y así es como se acaba un artículo sobre James Bond citando a Bergamín, aunque mi niño interior no sepa quién es ni le importe.