Siguiendo el consejo de una amiga, rescaté en Netflix una miniserie islandesa titulada Case, que me había pasado injustamente inadvertida, cosa rara en mí, dada mi condición de devoto del llamado Nordic Noir. Y aunque el subgénero acostumbra a incidir en lo perverso y lo desviado, aquí se baten records de espanto gracias a una trama centrada en uno de los asuntos más desagradables que abordarse puedan, el abuso sexual de menores. Case no es una serie para todos los públicos, y más de un adicto al Nordic Noir la ha dejado a medias. En parte, por la crudeza de la historia. Y en parte porque los personajes (supuestamente) positivos no están diseñados para suscitar la empatía del espectador: son, simplemente, lo único que se interpone entre éste y el horror que impregna la pantalla; hay que agarrarse a ellos porque no se nos ofrece nada mejor, pero ni Gabriela (una inspectora de policía con problemas familiares) ni Logi (un abogado caído en desgracia por su alcoholismo y su tendencia a meter la pata) son gente con la que uno nunca quedaría para compartir una paella en alguna terraza soleada (suponiendo que en Reikiavik haya terrazas soleadas, lo cual es mucho suponer).
Todo empieza con la aparición de un cadáver, el de una cría de catorce años que, aparentemente, se ha ahorcado en la zona de un teatro en la que ensayaba con su grupo de danza. Nadie entiende los motivos de una chica aparentemente normal y feliz para quitarse de en medio de esa manera, pero la policía no muestra mucho interés por investigar lo sucedido, exceptuando a la tal Gabriela (cuyo compañero pusilánime molesta más que otra cosa) y al catastrófico Logi, que representa a los padres biológicos de la difunta, cuya familia adoptiva es una pareja aparentemente respetable que igual no lo es tanto. No se nos cuenta gran cosa de Gabriela, aparte de que vive sola, puede que sea lesbiana (o no) y tiene una hermana que no está muy bien de la cabeza. Tampoco se nos explica el proceso de hundimiento de Logi, aunque no se nos ahorra ni una de sus meteduras de pata (incluyendo el sexo con una menor cuando está completamente cocido) ni su extraña amistad con el turbio Thor, presunto camello y tratante de blancas a pequeña escala que acabará jugando un papel fundamental en la trama. Aquí no se dan facilidades al espectador: los malos son repugnantes y los buenos dejan bastante que desear. Pese a ello, uno no puede apartar la vista de la pantalla durante los nueve episodios de la serie, que cuenta con un final abierto que parece dejar espacio a una segunda temporada (que nunca se rodó, pues Case es de 2015 y no me consta que tuviera continuidad).
Case constituye una peculiar vuelta de tuerca al universo del Nordic Noir que a muchos les ha resultado desagradable y muy poco estimulante. Realmente, no es fácil sentir algo por la poli gorda y el leguleyo borrachuzo obligados a poner orden en el espanto circundante porque no hay nadie más disponible. Los guionistas (cuyos nombres les ahorro, como los de los actores y actrices, porque no le sonarán a nada y, además, tengo miedo de cargarme el teclado del ordenador al intentar escribirlos y en Islandia casi todo el mundo tiene apellidos acabados en son o dottir) apostaron fuerte con Case y el resultado es espléndido, pero exige un espectador con mucho estómago al que no le ofendan las líneas morales difusas. El final, que revela a un culpable monstruoso disfrazado de pilar de la sociedad, es demoledor. Y lo último que sabemos de Gabriela y Logi no nos permite albergar muchas esperanzas sobre su futuro. Han resuelto el caso, sí, pero su cerebro, que ya estaba dañado, ha recibido una terapia de choque de consecuencias funestas.