¿Cómo hablar de los que ya no están? ¿Cómo referirse a los que ya no pueden responder? ¿Podemos realmente comprender lo que supuso la Guerra Civil para aquellos que la padecieron? Por mucho que podamos intuir parte de su sufrimiento, ¿hasta qué punto podríamos hoy mirarles a los ojos y decirles que les entendemos?
Es inevitable. Escribir sobre ellos significa también de algún modo hacerlo sobre nosotros mismos. Hoy también respondemos por lo que vivieron. Ellas y ellos.
Verdad incompleta
¿Y qué lugar ocupa el reino de las sombras en todo esto? El cine no solo nos consiente pensar en ellos, también nos permite verlos.
¿Cómo representarlos? ¿Cómo ponerlos en escena? Cualquier tentativa por hacerlo puede acabar resultando vana. La naturaleza del cine puede permitir acercarnos a la verdad, pero nunca llegar a ella por completo. Buñuel decía que estaba siempre del lado de los que buscaban la verdad, pero que los abandonaba cuando decían haberla encontrado.
La censura
Muchas de las películas que dan testimonio sobre aquel momento son de color gris amargo. No puede ser de otro modo. Decía Marsé que todo autorretrato debería contener una parte de crueldad. Y así fue en este caso. Una vez más.
No deja de ser reseñable que dos de las películas más destacadas en ese sentido sufrieran condiciones de producción tan problemáticas. La naturaleza del espejo de la historia es inevitablemente cruel. Por un lado, El mundo sigue (Fernando Fernán Gómez, 1963), la cinta más áspera de uno de los autores más brillantes de nuestro cine. Yo diría que fue la mejor que hizo. Siendo Gabriel Arias Salgado ministro de Información, la película no alcanzó a pasar la censura. Fernán Gómez decidió no cambiar ni una línea del guion y se limitó a añadirle al título la mención “del autor de la Real Academia Juan Antonio Zunzunegui”. No le sirvió de nada y la obra no pasaría la censura hasta el año 1965, siendo ministro Fraga. La única condición que le pusieron para aprobarla fue que rebajara “el tono malsonante” de algunos de sus diálogos. La película solamente pudo estrenarse a escondidas, en el cine Buenos Aires de Bilbao, dos años después de haber sido terminada. Felizmente, gracias al cineasta Juan Estelrich Jr., ahijado de Fernán Gómez, y al distribuidor Adolfo Blanco, pudo reestrenarse en 2015. Cincuenta años más tarde, resultó ser un éxito rotundo de taquilla.
Una maravillosa obra inacabada
Por otro lado, El Sur (Víctor Erice, 1983), una película inacabada. Yo diría que es una de las películas inacabadas más maravillosas de la historia del cine. Cuando todo estaba dispuesto para rodar la segunda parte de la película, cuando Estrella iba por fin a conocer el Sur, el productor Elías Querejeta decidió mandarla al Festival de Cannes. Ahí fue seleccionada en competición oficial, compartiendo cartel con dos obras maestras como L’Argent de Bresson y Nostalghia de Tarkovski. El Sur fue recibida en Cannes con entusiasmo. Querejeta paró el rodaje el día 48, cuando aún quedaban 33 días para terminar la película. En aquel momento todavía no había sido rodada la segunda parte del guion, la que debía realmente tener lugar en el sur. Aquel viaje era esencial, también en un sentido trascendente. Estrella habría realizado el viaje que su padre Agustín jamás alcanzaría a hacer. Aún veo la secuencia en la que Estrella, ya interpretada por Icíar Bollaín, se levanta de la mesa y deja a su padre solo en aquel salón. Ya no volvería a hablar con él nunca más. Agustín es ya un fantasma. Se me llenan los ojos de lágrimas.
Pienso en la infinita tristeza que yacía en lo más profundo de todos aquellos hombres. Aplacados por silencios y miserias. Apocados por el miedo. Rostros incompletos, rotos por la barbarie y la injusticia.
Berlanga, Erice y los italianos
Las hostilidades se iniciaron siempre tras un espejismo de concordia. Permítanme dar marcha atrás y pasar a El verdugo (Luis García Berlanga, 1963). No deja de ser curioso que tanto Erice como Berlanga encontraran a los actores que encarnarían a sus personajes en dos hombres italianos, Omero Antonutti y Nino Manfredi. Berlanga cuenta en la larga entrevista que concedió a Manuel Hidalgo y a Juan Hernández Les que la inspiración para realizar El verdugo tiene su origen en una anécdota que le contó su abogado. Este último asistió a la ejecución de una cocinera que había envenenado a sus compañeras de trabajo para poder servir en exclusiva a los señores que la habían contratado. Estando la mujer relativamente tranquila, el verdugo empezó a sentirse muy mal. Hubo que inyectarle un tranquilizante y tuvieron que arrastrarle para que consumara la ejecución. De hecho, el propio Berlanga recuerda indignado uno de los testimonios de uno de los verdugos veteranos en Queridísimos verdugos (Basilio Martín Patino, 1977). Este habría contado que tuvo que consolar a la mujer que iba a matar cuando en realidad fue presa del pánico.
El buen cine, del mismo modo que los buenos libros de historia, puede ayudarnos a comprender la verdadera complejidad de lo que sucedió. Por eso, además de los que niegan el sufrimiento ajeno, uno de los peores enemigos de la memoria es el adanismo de los que lanzan soflamas de mecha corta y se acomodan en el ventajismo histórico, siempre barato y facilón.
Los niños de Rusia
Andréi Tarkovski decidió incluir en El espejo (1975) una secuencia en la que aparece un grupo de hombres y mujeres, ciudadanos soviéticos nacidos en España. Vemos a Margarita Terekhova, la actriz que interpreta a uno de los personajes principales de la película, lanzando vaho por la boca. Sobre un espejo. Ahí nace este episodio, descrito con precisión y elegancia por Carlos Muguiro en su artículo Andréi Tarkovsky y “los españoles”. Los niños de Rusia. Tarkovski defendió con ahínco la pertinencia de esa secuencia ante el estudio que produjo la película. Aludió al carácter trágico del hecho de no poder volver. Aquellas personas tendrían que quedarse a vivir ahí para siempre.
De fondo, suena la voz de la niña Estrella. Escondida debajo de la cama, oye el bastón de su padre, golpeando suavemente el suelo en el piso de arriba: “Yo sabía que mi padre estaba en casa. Durante todo el tiempo, esperé que me llamara. Pero no lo hizo. A mi silencio, él respondía con el suyo. Fue así como, de pronto, comprendí que él seguía mi juego. Aceptando mi reto, para demostrarme que su dolor era mucho más grande que el mío”.