Me había olvidado del Imax del Port Vell de Barcelona hasta que leí la noticia de que el Liceu, en busca de una segunda sede en la ciudad, había abandonado la idea de hacerse con ese local que abrió sus puertas en 1995 y las cerró en 2014: parece que el edificio no respondía a las necesidades de un gran teatro de ópera. Lo cierto es que nadie sabe qué hacer con el Imax y que lo más probable es que haya que derribarlo y dedicar el solar en que se levanta a otras cosas. Probablemente, solo fue otra atracción de feria high tech que, como otras antes y después, gozó de una breve etapa de esplendor y luego cayó en el olvido. Pienso en el Cinerama o en las tres dimensiones. En una época en que los seres humanos ven películas en su teléfono móvil (yo soy incapaz, pero hay gente para todo), las grandes pantallas del pasado se han convertido en unos armatostes con los que nadie sabe muy bien qué hacer. Y, evidentemente, nunca han sido ni la solución ni el futuro del cine de toda la vida, que sigue gozando de buena salud, aunque las salas normales acaben siguiendo los pasos de las barracas de feria de alta tecnología de las últimas décadas. Siempre tendremos necesidad de que nos expliquen historias, pero nos las tragaremos con sumo gusto en casa, sin tomarnos la molestia de ir al cine ni, mucho menos, de visitar portentosas instalaciones con pantallas de tamaño desmesurado.
Hasta ahora, cada cierto tiempo surgía un nuevo invento que, en teoría, iba a revolucionar la industria del cine. El Cinerama llegó a Barcelona desde el antiguo teatro Nuevo, en el Paralelo, en 1958. Tras unos años en los que solo se proyectaban documentales ideados para realzar las posibilidades de ese sistema de proyección con tres cámaras, el invento triunfó por todo lo alto en 1962 con la superproducción norteamericana La conquista del oeste, que se mantuvo en cartel durante 22 meses. Al Nuevo le siguieron el Florida y el Waldorf. Con el tiempo, se acabó la triple proyección –las rayas verticales de unión se detectaban fácilmente en la enorme pantalla- y se pasó a una versión ampliada del sistema de los 70 milímetros, al principio, y de cualquier cosa, después (recuerdo que el tratamiento del clásico Quo Vadis, anterior al Cinemascope, llevó a re en cuadrar la película y, lógicamente, recortarla, llevando a que lo que se ganaba en lo proyectado se perdía en lo rodado). La cosa duró lo que duró y el Nuevo chapó en 1986, una vez perdido el interés del público por lo de ande o no ande, pantalla grande.
Algo parecido ocurrió con el Imax, que también empezó proyectando reportajes de autobombo. Recuerdo uno sobre una montaña rusa que, ciertamente, era tan creíble que a punto estuve de marearme y vomitar sobre el espectador de la fila de delante, pero poca cosa más. Si intentabas ver una película, digamos, normal, de las que tienen argumento, esa pantalla de 600 metros cuadrados y veintiuno de altura te resultaba agobiante y, como en el caso del Cinerama, también debías sufrir ciertas distorsiones en los extremos que no te hacían la experiencia cinematográfica tan satisfactoria como habías previsto.
Después del Imax llegó el 3D, gracias principalmente al Avatar de James Cameron (quien ahora vuelve a la carga con dos entregas más de la saga: le deseo buena suerte a la hora de resucitar la técnica, si es que no ha prescindido de ella). No negaré que tenía su gracia y que, en algunos casos (pienso en Gravity, de Alfonso Cuarón) resultaba impresionante… Durante un rato: en cuanto acababa el falso plano secuencia inicial y empezaban, teóricamente, a pasar cosas (que no eran muy interesantes), la barraca de feria tecnológica mostraba sus descosidos. Cinerama, Imax, 3D… grandes novedades que acabaron convertidas en antiguallas propias de un freak show que ya no conseguía atraer la atención del público. Las tres se suponía que iban a salvar la industria o, por lo menos, a hacerla florecer de una manera inaudita. Con el paso del tiempo, las tres acabaron metidas en el baúl de los recuerdos. Dudo que haya una cuarta, especialmente si tenemos en cuenta los cambios de costumbres en el visionado del cine, que se encamina rápidamente hacia la televisión y el consumo privado: los aparatos cada vez son más grandes y más nítidos mientras las salas se van haciendo más pequeñas e inhóspitas; las recordaremos con cariño quienes las conocimos, pero no significarán nada para los niños nacidos con posterioridad a Netflix.
El Imax del Port Vell no sirve ni para ser reciclado en teatro de ópera. El cinerama y las tres dimensiones agotaron rápidamente su escaso capital de seducción popular. El futuro no está en las pantallas de dimensiones mastodónticas sino en los salones de nuestros domicilios. Las sucesivas puestas al día de las barracas en que proyectaron sus cosas los hermanos Lumiere han gozado de una vida muy corta. Afortunadamente, la ficción sigue. Y puestos a ser optimistas, citemos la mutación de las series de televisión, tradicionalmente consideradas productos audiovisuales de segunda clase, en propuestas dotadas de comercialidad y, en muchos casos, vida inteligente. Evitemos, pues, la nostalgia, y enterremos el Imax como enterramos el Cinerama y el 3D, derramando a lo sumo una lágrima de cocodrilo: la evolución del cine no ha seguido un camino circense y poético, sino prosaicamente doméstico. Cosas mucho más graves suceden en el mundo que no nos quitan el sueño.