Esta semana, después de mucho tiempo sin tiempo libre, he empezado a ver una serie, Gente normal (Normal people), una adaptación de la novela homónima (y best-seller mundial) escrita por Sally Rooney, considerada la voz literaria de la generación milenial.
Al no haber leído el libro, no sabía muy bien qué esperar, más allá de una historia romántica ambientada en Irlanda, igual que Círculo de Amigos, mi peli favorita de adolescente (llegué a besar a Chris O’Donnell a través de la pantalla). Confieso que los dos primeros capítulos me parecieron un poco pastelón —chico popular de origen humilde y chica rica y marginada del instituto se enamoran y se lían en secreto—, pero, poco a poco, me fui enganchando, hasta zamparme los 12 capítulos de golpe.
¿Por qué me enganchó?, me pregunto ahora. Porque habla de uno de esos amores imposibles sin motivo aparente para serlo, esos que te hacen cuestionar el resto de tu vida: ¿por qué no funcionó, si había una atracción bestial entre nosotros, si hablábamos de cosas geniales, si juntos teníamos el mejor sexo del mundo, si no he vuelto a sentir con nadie más una conexión así?
La historia está protagonizada por Connell Waldron y Marianne Sheridan (interpretados por los actores británicos Paul Mescal y Daisy Edgar-Jones), dos jóvenes veinteañeros que coinciden en el instituto en Sligo, una zona rural en el noroeste de Irlanda, y luego vuelven a coincidir en la universidad, en Dublín, donde ahora es él el personaje solitario y desencajado, mientras Marianne es popular y tiene muchos amigos. A pesar de lo enamorados que están, mantienen su relación en secreto, como si no lo admitieran, debido principalmente a las inseguridades de Connell, pero también a los miedos de cada uno, la falta de comunicación y a esa maldita voz interior que sabe cuando somos incompatibles como pareja, aunque no sabe explicar por qué.
“It’s not like this with other people” (“No es así con otra gente”), le confiesa Marianne a Connell después de acostarse juntos. Los dos han decidido llevar vidas amorosas separadas, pero no consiguen el mismo nivel de conexión con sus parejas, ni en la cama, ni a nivel intelectual. A pesar de ser dos personas muy inteligentes, en la intimidad muchas veces las palabras se les acaban. Entonces se produce ese silencio honesto y crudo, rozando lo incómodo, que envuelve a dos personas que conectan, pero no encajan: estados vitales distintos, inmadurez, diferencias de clase, de lo que uno espera del otro.
“Esta claro que algo nos empuja, pero también está claro que no vamos a ninguna parte”, me dijo una vez un hombre para cortar definitivamente conmigo. No lo entendí en ese momento. Pero viendo la serie, empiezo a comprender que en cuestiones de amor, es más práctico ignorar al adolescente milenial que llevamos dentro y reciclar las atracciones fatales en una profunda amistad, como Marianne y Connell. Lo importante es no perder la conexión.