Un creador total
Se cumplen cien años del nacimiento de Fernando Fernán Gómez y el Museo del Prado le rinde homenaje con la interpretación de su monólogo inédito Soldado, de quince minutos de duración, que un actor recita ante el cuadro que lo inspiró, Las lanzas, este fin de semana que hoy termina y los tres próximos. Es un hermoso tributo, pero espero que no sea el único para alguien que lo fue todo en el cine y el teatro español del siglo XX en su condición de actor, dramaturgo, guionista, escritor y director cinematográfico, aunque muchos lo recuerden tan solo --este país es así-- por aquel célebre arrebato de ira en el que envió literalmente a la mierda a un fan que lo estaba agobiando.
Cuando murió Fernán Gómez, me lo tomé como si hubiera fallecido un amigo o alguien de la familia. Siempre había estado ahí. Desde la infancia. Representando a menudo al español medio de la postguerra y de los años que vinieron después. Su presencia me resultaba irresistible (en el buen sentido del término) y cada vez que echaban una película suya por televisión, me la tenía que tragar, aunque ya la hubiera visto un par de veces. Es lo que me ocurrió con Esa pareja feliz o con las dos que dirigió y protagonizó junto a Analía Gadé, La vida por delante y La vida alrededor: insuperable en su papel de abogado pelacañas, Fernán Gómez interpretaba a un pobre tipo que intentaba salir adelante como buenamente podía, aceptando empleos tan intempestivos como el de presentador de un club nocturno en el que decía cosas como: “Y ahora, con todos ustedes, la Mulatita de Azúcar y su gran éxito Cóseme la faja”. Momento en que dos amigas de su madre intercambiaban los siguientes conceptos: "Qué bien presenta" (amiga 1), "Claro, tiene la carrera de Derecho" (amiga 2).
En plena postguerra, Fernán Gómez aceptó papeles que no merecía, pero había que comer y él tenía fama de rojo. Afortunadamente, dado su físico escasamente favorecido, enseguida pudo dejar esos papeles para Alfredo Mayo y dedicarse a la comedia. El extraño viaje, que dirigió él y escribió a medias con su amigo Perico Beltrán, el último gran bohemio madrileño, siempre viviendo a salto de mata en pensiones cutres de la Puerta del Sol, fue un fracaso comercial que, con el paso del tiempo, acabaría siendo reconocida como una de las mejores películas españolas de todos los tiempos. Ya en la madurez, El viaje a ninguna parte lo consagró como creador total al ejercer las funciones de actor, guionista y director.
Pese (o gracias) a ese pelo de color zanahoria y esa nariz descomunal, Fernán Gómez se hizo notar durante más de cuarenta años en los escenarios teatrales y en los platos cinematográficos. Nunca entendí cómo pudo casarse con una señora tan seria y pulcra como María Dolores Pradera, pues le cuadraban más novias posteriores como Analía Gadé o la que lo acompañó hasta la muerte, Emma Cohen. La gente que siempre ha estado ahí acaba un día u otro muriéndose, pero el fallecimiento de Fernán Gómez me lo tomé como algo personal, como si se hubiera muerto mi tío favorito, el de Madrid (la del tío real de Madrid también me afectó, pero eso ya es otra historia).
Si viviera en Madrid, me acercaría por el Prado para escuchar ese monólogo antibelicista que sonará durante cuatro fines de semana, pero lo único que puedo hacer es pedirle a algún amigo que se lo trague y me lo cuente. Mañana mismo hago algunas llamadas.