Una de mis series favoritas de todos los tiempos es The Office ( no la versión original británica, sino la norteamericana) , protagonizada por el gran Steve Carell en el papel de Michael Scott, un jefe de oficina que lo hace todo mal.
Para los que no la hayan visto, The Office está filmada a modo de falso documental y retrata con un humor el día a día de los empleados de la sucursal de una empresa de papel en Scranton, Pensilvania. Un día a día que podría resumirse en una sola palabra: aburrimiento.
La verdad es que pocas veces me he reído tanto como cuando me sentaba en el sofá de mi pequeño apartamento pequinés para tragarme seis o siete capítulos seguidos de The Office. Era el año 2009, todavía no existían Netflix ni HBO, pero en China, por mucha censura oficial que hubiera, podías bajar a cualquier tienda de DVD pirata y comprarte cualquier película o serie norteamericana por cuatro duros.
Regresé de China con la copia pirata de The Office en la maleta, pero ahora ya no me hacen falta los DVD. En Amazon Prime están disponible las nueve temporadas enteras (más de 200 capítulos) y de vez en cuando me pongo algún episodio que en su día me hizo llorar de risa, como el de la prueba de la alarma contra incendios (los amantes de la serie sabrán de qué hablo) o cualquiera de Navidad.
Resulta que no soy la única en el mundo que echa de menos la serie. Siete años después de su fin, The Office es una de las series más vistas de Netflix, informaba la semana pasada la revista The New Yorker. El artículo mencionaba que la sitcom, serie, grabada entre 2005 y 2013, lleva acumulados más de 46.000 millones de minutos de transmisión desde el año 2018 y ha sido el tema de dos de los podcasts más escuchados en iTunes y Spotify de este año, protagonizados por actores de la serie. Entre los fans de The Office no solo hay cuarentones como yo. La estrella del Pop adolescente Billie Eilish ha declarado en varias ocasiones ser una fan incondicional de la serie, que ha llegado a ver hasta 14 veces. De hecho, la letra de su canción My Strange Addiction (Mi extraña adición) reproduce varios diálogos de unos de los capítulos de la serie.
Yo no sé si sería capaz de verla 14 veces, pero si seguimos confinados un año mas, puede que lo intente. Es que la serie no solo me hace llorar de risa, sino que me parece un testimonio fascinante de la evolución económica de las últimas dos décadas. Las primeras temporadas de la serie, entre 2005 y 2008, son una burla simpática al modelo empresarial estadounidense, ese intento constante por estar motivado y alegre en el trabajo, aunque se trate de un empleo mecánico y aburrido. Más adelante, la serie coincide con la llegada de la crisis financiera de 2008 y la irrupción de las nuevas tecnologías: ¿qué futuro tiene una empresa de papel como Dunder Mifflin en un mundo cada vez más digitalizado? Michael Scott, un jefe mete-patas y políticamente incorrecto, lo sabe: intentar mantener contentos a sus empleados, seres ordinarios y poco ambiciosos que no son precisamente la alegría de la huerta.
Hoy, después de siete años, y en pleno auge del teletrabajo, la serie me parece aún más interesante, porque refleja un modelo de trabajo que está a punto de desaparecer: el modelo de oficina presencial, jerarquizado, mecánico y aburrido, donde los empleados vienen a “calentar la silla” porque les importa un rábano lo que hacen. Lo único que los motiva a seguir aguantando a un jefe mediocre o compañeros de oficina odiosos es la seguridad de un sueldo a final de mes.
Igual no era tan mal plan, pensarán algunos después de casi un año teletrabajando. Quién no echa de menos las cómodas sillas de la oficina, las charlas en el pasillo o junto a la máquina de café, el tener que aguantar a un jefe pesado o a un compañero que no te cae bien.
The Office nos recuerda la belleza de lo ordinario. Y también que nos hemos vuelto unos puritanos: me pregunto si hoy los guionistas se atreverían a crear de nuevo a un jefe como Michael Scott, con sus bromas sobre minorías étnicas, homosexuales y mujeres. That’s what she said!