Esta semana me he entretenido (¿o he perdido el tiempo?) viendo la primera temporada de una nueva serie de Netflix, Emily en París. El argumento ya es bastante infumable de entrada: joven de Chicago, guapa y adicta al móvil, se muda a París por un año para trabajar en una pequeña agencia de marketing que acaba de ser absorbida por la multinacional para la que trabaja. Su objetivo profesional: aleccionar a sus colegas franceses sobre cómo hacer marketing “de verdad”, es decir, como se hace en Estados Unidos: trabajando duro --nada de llegar tarde a la oficina, como hacían todos hasta ahora--, mentalizándose de que el cliente siempre tiene la razón y, la más importante, perdiendo el miedo a las redes sociales. Porque, aunque ellos sepan mucho de redes sociales, “nosotros, los estadounidenses, las inventamos”, les espeta la joven y sobrada Emily Cooper nada más entrar por la puerta de la oficina.
La serie, dirigida por Darren Star (Sensación de Vivir, Melrose Place, Sex and the City, entre otras) explota sin reparo los estereotipos culturales más casposos sobre los parisinos: son todos unos bordes, esnobs, que llegan tarde al trabajo y tienen affaires entre ellos. Que no tienen ni idea de marketing y encima son unos inmorales, porque crean anuncios de moda machistas y ofensivos para la mujer, pero son incapaces de verlo. Necesitan la mirada inteligente de una millennial americana como Emily para entender que una mujer aspira a mucho más que a ser deseada por un hombre.
No me extraña que los medios franceses hayan criticado la serie, porque los únicos que se salvan son los croissants y la gastronomía. La web MadmoiZelle criticaba que los diez capítulos de la serie convertían a los habitantes de París “en viles esnobs que se pasean con bolsos Birkin y encienden un cigarrillo nada más salir del gimnasio”.
Para colmo, la mayoría de estas escenas estereotipadas sirven a Emily de inspiración para sus selfies, que después cuelga en Instagram y le ayudan a ganar seguidores. A medida que avanzan los episodios, Emily se vuelve una “influencer” cada vez más popular en Estados Unidos, mientras en París no cae bien a nadie y tiene problemas para integrarse. Quizás ahí es donde Darrell Star aprovecha para hacer un poco de autocrítica: las ganas de la protagonista de ser simpática y de caer bien a todo el mundo (¿un reflejo de la hipocresía estadounidense?) sacan de quicio a sus compañeros de trabajo. También le recriminan que no hable una palabra de francés. “Te hace parecer arrogante”, le dice un colega. A lo que ella responde, humildemente, “que más que arrogante, es de ignorante”. Después de esa chara, Emily decide apuntarse a clases de francés.
Otra autocritica al carácter estadounidense: cuando el novio de Emily, que no ha salido nunca de Chicago, decide cortar con ella. No tiene ningún interés en conocer París ni en salir de su zona de confort: le gusta su vida como está. ¿Son los estadounidenses más cerrados de mente que los europeos?, parece cuestionarse el director de la serie. ¿O quizás sea solo un guiño para inspirar a miles de jóvenes de todo el mundo a lanzarse a la aventura y vivir una temporada en el extranjero?
Por otro lado, está el fenómeno feminista, omnipresente en la mayoría de las series americanas desde que estalló el movimiento #Metoo. En uno de los episodios, Emily es obsequiada con un sofisticado conjunto de lencería por parte de un cliente de la agencia, que está casado y encima es el amante de su jefa. Ella considera que se trata de un regalo muy inapropiado, pero el cliente, un parisino encantador de serpientes, le responde que no piense que es un regalo “para él” sino para ella, para que se sienta atractiva y empoderada. El comentario me hizo reflexionar, igual que a Emiliy. ¿A las mujeres realmente nos empodera llevar lencería sexy? ¿O es lo que nos han hecho creer tras años y años de publicidad machista?
No nos engañemos: son mucho más cómodas unas bragas de algodón que unas de encaje. Igual te empoderan, pero tarde o temprano acabarán picándote por alguna parte.