El excepcional Jiri Menzel
Aunque sufrió la censura y el ostracismo, el cineasta no subrayaba el criterio moral que le regía
13 septiembre, 2020 00:00A Jiri Menzel (1938-2020) no, no se le ha dado un entierro como Dios manda. Se lo ha despachado con noticias de agencia, casi como una molesta obligación. Un obituario de segunda. Invariable, perezosamente se menciona que ganó un Oscar a la mejor película extranjera por Trenes rigurosamente vigilados, en 1966. (¿O en 1968?). Esto, destacar de la trayectoria de un cineasta su primer largometraje, es una faena a su memoria que significa dos cosas: una, que para nuestra crítica, colonizada por Hollywood, lo más significativo, en un autor con una curiosa carrera europea de varias décadas, es un patético “oscar”. Dos, que desde esa película, que hizo a los 28 años, todo en la vida de Menzel fue cuesta abajo. ¡Hombre! ¡Hombre!
¿Y esto, por qué? Pues seguramente por cierta dificultad de asimilación que presentaba Menzel, aun siendo un ser claro y sencillo. Él no solía subrayar de parte de quién estaba. Aunque sufrió la censura y el ostracismo, no parecía tener, no subrayaba, el criterio moral que le regía; para él las películas eran fenómenos estéticos. Como casi todas se basaban en novelas de Hrabal, parecía, como el gran novelista, comprenderlo todo y perdonarlo casi todo. Más que el juicio que pudiera emitir sobre un fenómeno determinado le interesaba la imagen que generase; sin por ello caer en el cinismo. Sentía que era cineasta solo por casualidad. A lo mejor todo esto dentro de unas décadas le encumbra como un verdadero artista.
O a lo peor es solo un cineasta más, competente dentro de las circunstancias, y aquel picor en tus ojos al ver determinadas escenas de Tijeretazos, Trenes rigurosamente vigilados o Alondras en el alambre eran sentimentalismos de adolescente. On verra bien. Ou peut-être non, on ne verra rien, mon vieux, on sera morts.
Una característica fundamental en la vida y las películas de Menzel era la fascinación por las mujeres. Le parecían bonitas y accesibles. Parecía que todo lo hiciera para filmarlas, para recrearse en su desnudez, cuya dulce sensualidad parecía prolongarse en los escenarios, escenarios o paisajes. Lo suyo era devoción. Y respeto. Esto lo califica como un erotómano pero, por decirlo así, también como un feminista. A lo mejor en cierto sentido estas dos palabras son sinónimos.
Relacionado con éste, otro aspecto destacable de sus películas era su instinto estético, moroso, recreado, como si te estuviera subrayando demasiado: “fíjate, éste es el enfoque correcto, esto es bello”. Y qué bello era su mundo. Sus ciudades checoslovacas envejecidas donde se transparentaba la herencia imperial en decadencia, los paisajes amablemente ondulados y arbolados de Bohemia.
En cuanto al tono: respondían a aquel propósito suyo, que enunció repetidamente, de que en el momento de ver las películas el espectador se alegrase, pero luego saliera del cine con una vaga tristeza. Lo cual me parece que Menzel debía de pensar que es un juicio válido para el cine y también para la vida en general: un asunto divertido pero en el fondo melancólico. En este sentido veo muchas escenas de la brillantemente escenográfica “Yo serví al rey de Inglaterra” que luego, repensadas, son de una melancolía insoportable (también estaba en la novela de Hrbal en la que se basa la película); como por ejemplo aquella, ya hacia el final, en la que el derrotado protagonista y narrador, el antes ambicioso camarero del hotel París, en una casa rústica en ruinas donde vive, expulsado de Praga por su propia, inconsciente inmoralidad, siembra de espejos su miserable alcoba: para tener alguna compañía y, sobre todo, para ver si sus reflejos le ayudan a explicarse quién es, qué hizo y por qué, si tiene o no alguna substancia… ¡Hrbal!
Desde su primer trabajo, un cortometraje en la película colectiva Perlas al fondo de agua, que fue el manifiesto de la Nova vlná, Nueva ola del cine checoslovaco, en la que fue uno de los tres grandes, junto con Milos Forman (1932-2018) y Vĕra Chytilová (1929-2014), toda la trayectoria de Menzel estuvo ligada a Hrbal. Filmaba sus novelas, una, dos, tres… ocho.
Y fue impresionante, cuando la Filmoteca Nacional y el Centro Checo le dedicaron en Madrid una retrospectiva, en el año 2017, verle en el escenario de la sala grande, al lado del magnífico Stanislav Škoda. Hrbal le pedía al público que no perdiese el tiempo viendo sus películas, en las que solo había podido meter un treinta por ciento de las novelas de Hrabal, y que mejor leyese los libros, pues la novela es un arte muy superior a la película.
Y lo razonaba, tirando alegremente piedras a su propio tejado. “Cuando lees, en tu imaginación tienes una película mucho más potente y mejor porque está influida por tu experiencia personal, algo que no sabe ni puede vivir nadie más. La película, en cambio, elige por ti, y te mete algo que no es tuyo. Yo hubiera con mucho preferido ser escritor que cineasta, pero no sé escribir.” Tan seguro está de su talento, pensé, o tan poco le importa.
“Lean a Hrbal, no miren mis películas”: aquel ejemplo de modestia, no, qué modestia, de humildad, en un autor tan celebrado, y precisamente en su apoteosis, me pareció asombroso, y no supe si demostraba una inteligencia afiladísima y atrevidísima, superior, o una coquetería pervertida (pero esto no lo creo)… o bien se trataba de otra cosa más honda…
Entrado en años como estaba Menzel en Madrid, gordo, alegre, feliz y ya acabado, yo le miraba, y a quien veía en transparencia era a Václav Neckár, el flaco, trémulo ayudante de factor en la estación de “Trenes rigurosamente vigilados”, con su elegante capa de empleado del ferrocarril, capa protectora de la angustia, penúltimo vestigio humano de un mundo que empieza, como su juventud, y ya está a punto de desaparecer.