El pionero, documental en cuatro episodios de HBO sobre el difunto Jesús Gil y Gil, no aporta gran cosa a la historia de este personaje turbio y excesivo que se hizo notar especialmente en los años noventa, pero lo que cuenta, lo cuenta muy bien. Tampoco hay muchos misterios que resolver en la existencia de alguien que, voluntariamente, siempre vivió de cara al público: de lo que él hacía, se tenía que enterar toda España, pues si no, no le valía la pena. Salvo algunas risas esporádicas, El pionero te deja como te dejó Silvio y los otros, la película de Paolo Sorrentino sobre Berlusconi y su alegre pandilla de chorizos: con una sensación de tristeza y cierta melancolía. Tanta mangancia, ¿para qué?, se preguntará el espectador fatalista.
Impera también el fatalismo entre quienes aparecen para aportar su visión personal del finado, sobre todo en su familia: esos hermanos que hablan de él como un personaje excéntrico que no le vio la gracia a quedarse en el pueblo y se tuvo que ir a Madrid a triunfar, dejándose los escrúpulos en casa; esos hijos que intentan disculpar, aunque con escasa vehemencia, la vida filo criminal de su progenitor, del que hablan con cierto cariño obligado, pero dejando bien claro que el sujeto era de abrigo.
El pionero sigue la carrera, entre empresarial y delictiva, de un tipo al que no le bastaba con forrarse de cualquier manera, sino que, además, se empeñaba en imponer su presencia a la sociedad. Yo creo que eso fue, de hecho, lo que precipitó su caída en desgracia. No le bastó con presidir un club de fútbol ni con convertirse en el cacique de Marbella. Su ambición le hizo creer que, con su partido, el Grupo Independiente Liberal (GIL), podía plantar batalla a las formaciones políticas tradicionales y llegar a presidente de la nación. Hasta entonces, se le habían reído las gracias y tolerado sus trapisondas. Se le consideraba un bocachancla y un matón, su programa de televisión --Las noches de Tal y Tal, donde aparecía en un jacuzzi, rodeado de jacas en bikini, y recibiendo llamadas de ese pueblo español al que solo él podía salvar-- era tomado a pitorreo y, mientras no se moviera de Marbella, nadie parecía muy interesado en investigar sus turbios negocios.
Gil y Gil era un dictadorzuelo de tercera. Y la sociedad suele dejar en paz a esa clase de gente mientras su ambición no alcance la desmesura. Sadam Husein seguiría en su puesto si no se le llega a ocurrir la idea peregrina de invadir Kuwait. Nadie se inmiscuye en los asuntos de quién solo hace la vida imposible a su propio pueblo (pensemos en Franco, sin ir más lejos). Si se hubiese conformado con Marbella y el Atleti de sus amores, Gil y Gil podría haber seguido ejerciendo de magnate mangante hasta el fin de sus días, pero uno siempre ha pensado que lo que acabó con él fue la voluntad de llegar a presidente de la nación. Eso no se podía consentir, por lo menos, no en aquellos tiempos (prueba superada: véase el caso de Donald Trump).
Jesús Gil y Gil murió en la ignominia, pero yo creo que eso le daba igual. Lo que debió amargarle sus últimos días fue la respuesta de su país a sus chaladuras megalómanas. No fue la suya, evidentemente, una vida ejemplar, pero como material para una miniserie como El pionero, no está nada mal. Como han hecho los americanos con Roger Ailes, el fundador de Fox News, al documental podría seguirle una serie de ficción escrita, dirigida y protagonizada por Santiago Segura. Personalmente, rogaría a los responsables de El pionero, Enric Bach y Justin Webster, que fuesen pensando en una miniserie sobre Ruiz Mateos, otro personaje que también se las traía. Como bien saben en Hollywood, la historia de un país es también la de sus mangantes más notables.