Ricky Gervais es uno de los tipos que más me han hecho reír en esta vida, pero reconozco que su obra no es para todos los públicos. Sus series de televisión (a medias con el gran Stephen Merchant) The office --ambientada en una oficina más siniestra que la de La Codorniz y poblada por unos personajes a cual más miserable, empezando por el jefe, al que interpretaba el propio Gervais--, y Extras, sobre la penosa vida de los extras del sector audiovisual, en la que Ricky daba vida a un penoso infeliz cuyo representante --el propio Merchant-- parecía empeñado en hundirlo, eran dos obras maestras de un humor despiadado que partía del asco hacia la humanidad, en general, y hacia uno mismo, en particular (la versión americana de The Office, con Steve Carell en el papel de Gervais, era estupenda, pero se habían pulido convenientemente las aristas más dañinas para acceder a un público más amplio).
El último invento del señor Gervais, After life (Netflix), muestra un giro voluntario del autor en su visión desesperanzada del mundo: Ricky se nos ha humanizado un poco y, consciente de que resulta cansino pasarse la vida diciendo que el mundo es un asco y no tiene solución, ha optado por introducir un poco de esperanza a través del género tragicómico, que, en el fondo, es el más fiel a la existencia, ya que nadie se pasa toda la vida riendo o llorando. Es un giro no exento de peligros, ya que a su público le bastaba con su tono habitual, con ese sarcasmo permanente y esa falta de fe en el género humano que convertían el teatro de la crueldad de Antonin Artaud en una función infantil, pero el buen creador es el que se aparta de lo que ya sabe que funciona para meterse por vericuetos más arriesgados.
After life narra las penosas andanzas de un viudo, Tony --Gervais, claro--, que no soporta la vida desde que su mujer, Lisa, murió de cáncer. La difunta le legó unos videos con instrucciones para cuando ella no estuviera, y Tony los visiona una y mil veces en busca de algo que le alivie el malestar, pero sin mucho éxito. Tony vive en un pueblo muy bonito de Inglaterra y trabaja para el semanario local, pero no se considera un periodista porque las noticias que cubre son de este jaez: un adolescente obeso toca dos flautas a la vez, pero no se las mete en la boca, sino en los orificios nasales; a un señor calvo le sale una mancha de humedad en la pared e insiste en que la mancha se parece a Kenneth Branagh; el tonto del pueblo se presenta en la redacción con un diente enorme que ha encontrado junto a unos columpios y que, según él, perteneció a Freddie Mercury... Y así sucesivamente. Su padre, enfermo de Alzheimer, está en una residencia y sigue preguntándole por Lisa aunque Tony le ha dicho 30 veces que está muerta. Su cuñado, director de la gacetilla, se empeña en animarle y solo consigue sacarle de quicio...
De manera algo pueril, Tony decide ser muy desagradable con todo el mundo porque la vida ha sido muy desagradable con él. Y a través de los seis episodios de la primera entrega asistiremos a la evolución humana del personaje, que llega al final siendo una persona mejor, aunque para eso haya habido que recurrir a cierto ternurismo impropio del Ricky Gervais que todos conocíamos.
En ese sentido, la crueldad a secas de Extras daba mejores resultados, pero también era mas fácil que así fuera cuando se tiene la lucidez y la mala hostia del señor Gervais. La mezcla de géneros hace de After life un producto menos logrado, pero con mejor intención. Ternurismo no es sinónimo de cursilería y Gervais sigue manteniendo su humor en plena forma. Simplemente, parece haberse cansado de fabricar brillantes ficciones nihilistas y ha optado por una versión más humanista de las cosas. Tal vez te ríes un poco menos con él, pero le coges algo de aprecio, lo que hasta ahora era imposible. Esperemos a la segunda temporada, prevista para el año que viene, para ver si nuestro hombre llega a dominar el difícil arte de la tragicomedia o si más le vale volver al humor cruel y canalla. Yo confío en él y me lo he pasado bien con After life, que es, ante todo, una extraña muestra de valor creativo para alguien que, en teoría, ya no tenía nada que demostrar. ¡Bien por Ricky!