En su sugerente obituario para Libération, el amigo Marcos Uzal les recordaba a los jóvenes cinéfilos que Agnès Varda no siempre fue esa pequeña dama simpática, extravagante y un poco omnipresente que paseaba infatigable de festival en festival sus últimas películas, postreros reaprovechamientos de una obra larga y mixta que se nutría de su propia vida y de la de los que la rodearon. Luego, Uzal hacía referencia a la amnesia colectiva con respecto a aquel filo perdido del cuchillo vardiano, al subtexto trágico --la negra muerte acechando bajo la brillante apariencia diurna-- de los títulos con los que irrumpió en el cine y cimentó su prestigio. No respondía el argumento al legendario prestigio de lo grave, pues en estas películas destacaba igualmente el precioso aleteo de la singularidad de cada existencia, sino a la necesidad de romper con cierto acolchamiento interesado con el que ya había empezado a sobreprotegerse su legado, como antes la propia cineasta dulcificara el de su camarada y esposo, Jacques Demy.
Hace años, en una memorable crítica de una de sus mejores películas, Sin techo ni ley (1985), Serge Daney ya hablaba de una “cáustica y despiadada” cineasta, que optaba abiertamente por no comprender a su Mona, aquella adolescente obstinada en el no que vagabundeaba sin dejarse ayudar hasta terminar congelada al borde de la carretera. “En el frío, hay que volver a inventarlo todo, incluso el cine”, escribía Daney, y nombrando el origen colocaba a Varda y sus rítmicos travellings a contrapelo a la altura de un nuevo Lumière que inaugurara los primeros movimientos del aparato ante un real desprovisto del maquillaje suficiente con el que devenir en molde gramatical.
Cleo de 5 a 7 (1962).
Sería factible retrotraernos incluso más lejos, a Cleo de 5 a 7 (1962), a otros paseos, los de una angustiada cantante por París a la espera de los resultados médicos que podrían confirmar un cáncer, como teme, cruzando sus pasos con el joven soldado rumbo a Argelia al que ha invadido un similar presentimiento de fatalidad. Y allí el seguimiento, el ruidoso documento de calles y rostros anónimos alrededor de los actores, la vibración de los instantes concatenados, recibía ya desde el genérico la amenaza de lo inmóvil, de la fijeza, desde la carta de la vidente que instalaba el mal augurio.
Habría más ejemplos reveladores sin abandonar sus mejores y más arriesgadas películas, como el de la catástrofe agazapada bajo la superficie primaveral, colorista y mozartiana de La felicidad (1965), como si se quisiera transmitir, en clave angustiosa, esa fugacidad que renovara el vínculo de los jóvenes modernos con el impresionismo pictórico, movimiento que, como advirtiera André S. Labarthe, se fundaba en la sensación de que los cuadros podrían desaparecer si uno les daba la espalda y dejaba de mirarlos. Lo que también parecía poder acaecerles a aquellos films sin aliento. O Las criaturas (1966), cimentada en el abismo comunicante entre una imaginación violenta y la cotidianidad placentera que le inspirara la relectura de Lautréamont, a quien su admirado Bachelard --del que Varda siguió cursos en la Sorbona recibiendo la influencia de su fenomenología poética; baste pensar en sus playas elementales donde riman tierra, agua, sol y aire-- dedicara un maravilloso librito que contaba, como con los dedos, las formaciones de su bestiario agresivo; un asunto de garras y rapiña.
Agnès Varda en Los espigadores y la espigadora.
Incluso ya a una edad venerable, en su último gran título, Los espigadores y la espigadora (2000), donde se festejaba las posibilidades de la revolución digital en el ensayo de nuevos pactos con la realidad y fórmulas de comunión con los más desfavorecidos de la sociedad, le advenían preciosas iluminaciones de postrimería: la portabilidad de la tecnología numérica, que le facultaba para tomar la cámara con una mano, filmarse la otra, y así sorprender, entre los surcos de las arrugas, a la muerte trabajando en silencio. Pegada a la piel como a un paisaje desértico, como lo estuvo a la de Jacques Demy, enfermo de sida (asunto que le costó años confesar públicamente), en la emocionante coda a la recreación de la infancia cinéfila de éste (Jacquot de Nantes, 1991).
Quizás convenga entonces, para situar correctamente a Varda y calibrar su indiscutible peso artístico, espantar malentendidos y corregir inercias facilonas. El primero y principal el de su relación con la Nouvelle Vague, con la que en el fondo tiene poco que ver. Más que aquella “golondrina que anunciaba la primavera”, más que la precursora de las preocupaciones formales y temáticas que sin lugar a dudas llegó a compartir con muchos de sus contemporáneos, Vardá arribó al cine desde fuera y atisbó, ya en sus primeros coqueteos con el medio, un más allá del mismo.
Autorretrato en Venecia, 1960.
Sus amores verdaderos fueron, de partida, la fotografía y la historia de la pintura, participando del suplemento cerebral --aunque nunca gustara del calificativo-- de sus compañeros de la rive gauche (Resnais, Marker…) pero no así de la incisiva cinefilia del grupo. De esta manera, de su mítico e intuitivo debut, La Pointe Courte (1955), se puede continuar destacando la algo irritante mezcla de documento (la vida de los pescadores de Sète) y ficción (la pareja en crisis que aterriza en sus espacios) en relación con una historia del cine en la que ya habían dejado su huella Renoir o Rossellini. Si bien lo verdaderamente interesante sea comprobar ya desde el engendramiento de su filmografía un anhelo por traficar con rupturas, con el desvarío de las sensaciones, con las dialécticas de lo espontáneo y lo calculado que se siguen del entrecruzamiento de lo móvil y lo inmóvil.
Justo ahí donde Marcel Proust primero o Roland Barthes después vieron en el cine a un traidor de la fotografía, uno que emborronaba con la fuga hacia delante de los fotogramas los poderes del punctum, del regodeo en la punzada afectiva que proporcionaba el misterioso corte del espacio-tiempo, Varda supo reconocer a un curioso y problemático complementario. Así lo expresó en una ocasión, aunque más tarde renegara de la oscuridad de los términos empleados: “Para mí cine y fotografía van a la par en mi cabeza, como un hermano y una hermana enemistados… después del incesto”. Su veraz compromiso con lo real, su inclinación por conocer a las personas y explorar los lugares que fundaban su cotidianidad, siempre caminaron en paralelo al forzamiento de sus límites, de sus paradojas, a partir de las plausibles relaciones recónditas (de las vidas secretas) que el montaje extraía de las entrañas de estos bloques de tiempo.
Les veuves de noirmoutier (2005).
Para Varda siempre se trató de reciclaje, de segundas oportunidades, de un atrevido work in progress. Un retrato fantasioso de Jane Birkin (Jane B. par Agnès V., 1988) podía alumbrar una ficción al acabar el mismo año (Kung-Fu master!), una vieja fotografía, un buceo documental (Ulysse, 1982), un recorrido vitalista y de hondo aliento estructural por los murales multiculturales de Los Ángeles (Mur Murs, 1981), desembocar meses después en su cruz, una ficción híbrida (Documenteur) donde una mujer separada y su hijo deambulaban por los mismo parajes cuando éstos ya se encontraban heridos por la ausencia de lo que la primera película había embalsamado para la posteridad. Esta trepidante --y marginal (no hay que olvidarlo, hasta que llegaron sus éxitos de vejez)-- huida creativa colocó a Varda durante décadas con un pie dentro del cine y el otro, suspendido en el aire, fuera de él, como esperando la mejor coyuntura para pisar tierra y completar el paso.
Fue Raymond Bellour, en La querelle des dispositifs, quien mejor supo definir el arte de Varda al tiempo que contextualizaba este funambulismo, la tendencia transmediática que en los últimos años le llevaría a transformarse, según sus propias palabras, de vielle cinéaste en jeune plasticienne, repartiéndose entre rodajes y salas de museo. Y el crítico, teórico e historiador lo lograba señalando la virtualidad expansiva que siempre habitó su cine, los elementos que en sus películas fundaban una atmósfera como de pre-instalación: de “los trenzados constantes y corrosivos entre documento y ficción”, al boicoteo con que lo inerte, la parada --las imágenes fijas obsesivas, de la foto a la pintura y la escultura (Les dites cariatides, 1984, genial cortometraje)-- acechaba desde el remolino espeso de un tiempo desatado.
Sin techo ni ley (1985).
Atravesada tanto por preocupaciones estéticas como político-sociales (Loin du Vietnam, Black Panthers, Salut les cubains, Réponse de femmes: notre corps, notre sexe…) concomitantes con las de su amigo, Varda se fue convirtiendo con los años en el contrapunto ubicuo del reservado y esquivo Chris Marker, a quien le unió mucho más que el amor por los gatos. Su auténtica pasión fue completar y compartir. Y si el cine le permitió filmar lo más cercano (como su calle, Rue Daguerre, y su vecindario en Daguerréotypes, 1976) para más tarde desplazarse a los confines del mundo a mostrarlo, no le tembló el pulso cuando éste dio muestras de no ir más lejos, de haber quedado exhausto y sin capacidad de seguir excitando viajes y diálogos. Embriones visionarios de escenografías, performances, instalaciones y dispositivos, sus películas, con el acumulado de estratos biográficos, continuaron sin problema fuera del cine, que ahí sufrió, retrospectivamente, su más decisiva metamorfosis, cuando finalmente se actualizó esa latencia expansiva originaria que facilitaba esquivar la obligación de contar historias y pudo hallar un último refugio físico a la frágil aventura de los soportes fílmicos y audiovisuales.
Es bajo este prisma de desembocadura, de promesa cumplida, que hay que entender, por ejemplo, la instalación multipantalla Les veuves de Noirmoutier (2005), donde se concentra, multiplicándose y serializándose, su estatuto de viuda y se cifra la experiencia compartida durante años por ella y Demy en aquella isla. O también La Cabane de l'Echec devenue la Cabane de Cinéma (2006), donde cuarenta años después de su primer fracaso comercial y crítico, con Las criaturas, se servía de copias arrumbadas de la película en 35mm. para cubrir las paredes translúcidas de una cabaña donde la luz exponía de otra manera --material, escultórica, arquitectónica-- los metros de fotogramas así revitalizados.
Les dites cariatides (1984).
La reutilización de la obra e indirectamente de su propia vida y de la de buenos amigos (Deneuve, Piccoli), la recuperación de un found footage al que el destino había condenado a la invisibilidad y que podía lucir de nuevo pero en una belleza otra, inasumible en su proyección horizontal, narrativa, descubrían la astucia de la cineasta para imbricar estética y política y así redondear un film al que siempre faltó algo, otorgándole una segunda vida y de paso consumando una suerte de venganza. Fue en el museo, en el siglo XXI, cuando Varda logró teatralizar sus paradojas, redescubrir la puesta en escena y abrazar a sus espectadores en tres dimensiones. Cumplir los lejanos sueños, en definitiva, de una gran dama excéntrica y algo retorcida.