Después de ponerse delante de Almas muertas de Wang Bing, parece obligado recurrir a Lanzmann a la hora de explicar lo que uno ha visto y escuchado. Y es cierto que este documental, al igual que Shoah, reanima aquella reflexión de Gérard Wajcman sobre el objeto del siglo pasado, esa obra de arte que “hace ver lo que no hay”, que nos arrima a la experiencia de la ausencia, de lo que falta, lo que se oculta.
Más provecho puede sacarse, sin embargo, pensando desde la diferencia que los vincula con mayor secreto: Lanzmann, el perforador, el sublime arquitecto, renunció al archivo y aplazó la bibliografía en su búsqueda de una revitalización de la palabra del superviviente, del último testigo, para que el testimonio estableciera tensiones con los paisajes de un presente sin huella de lo ocurrido; Bing, el paciente, el acompañante sin datos fidedignos, acorralado por el tabú, el negacionismo y el desinterés oficial, apila las confesiones una encima de la otra. Cada una añade a la vez que reincide, como el cúmulo que podría componerse con los huesos de los desaparecidos, cráneos, húmeros, tibias, aún a la vista en los lugares del crimen.
De 2005 a 2017 el cineasta chino había grabado testimonios de unos cien supervivientes de dos campos de trabajo --Jiabiangou y Mingshui-- donde entre 1958 y 1961, en pleno Gran Salto Adelante, las autoridades comunistas habían reeducado a ciudadanos acusados de derechistas, reaccionarios y críticos con el partido. De 2.500 personas saldrían vivas no más de 300, reflejo a escala reducida del clima de miedo y arbitrariedad que muy pocos años después extendería la Revolución Cultural en forma de confiscaciones, ejecuciones y encarcelamientos indiscriminados.
Wang Bing (Xi'an, Shaanxi, China, 1967)
Lo que iba escuchando y registrando durante estos años le sirvió a Bing para completar un conmovedor retrato, He Fengming (2007), y su única ficción hasta la fecha, La fosa (2010). Pero durante el proceso, el cineasta asumió que sólo el paso del tiempo --que le permitiría, por ejemplo, regresar a algunos entrevistados tras el lapso de una década– abriría una alianza única con las víctimas mientras éstas desaparecían. El trabajo con este espesor temporal, con su pastosidad horizontal tanto como con la elasticidad de sus verticales, comunicó a Bing la vía con la que trascender el documento en monumento, otorgando, desde el compromiso ético-estético, un sentido tributo y un verdadero descanso a hombres y mujeres a los que la fachada de la rehabilitación política nunca había hecho olvidar el infierno vivido ni la injusticia que lo desencadenó.
Crisol de tiempos: una poética del límite
Almas muertas es una historia de hambre. De grupos humanos a los que se impuso, al hilo de las colectivizaciones y la drástica reforma agraria de Mao Zedong, una suerte de regresión a la prehistoria: al literal refugio en la gruta y a la lucha por la supervivencia. Los más enteros y afortunados persiguieron, en los campos de trabajo, aquellos empleos que los acercaran a la cocina. El resto pedía ayuda a familiares para completar el exiguo racionamiento diario de harina y pronto, encamado, se dejaba morir. Algunos, a veces, ensayaron la fuga; otros, interrumpido el esfuerzo civilizatorio, devoraban la carne y las vísceras de los compañeros caídos.
Almas muertas (Wang Bing, 2018).
En interiores domésticos y en cierta medida intercambiables, Bing se acerca a estas vidas quebradas cuando sus protagonistas se encuentran, de media, entre los setenta y los ochenta y cinco años. Un rápido corte a negro puede suponer un lapso de diez años o devenir en pizarra donde se inscriba la fecha de muerte del superviviente. Estos cuerpos frágiles y empequeñecidos, suspendiendo a veces el relato en un hilo de voz susurrante, son ancianos a las puertas de la extinción, pero ya fueron viejos en Jiabiangou, precoces esqueletos que esquivaron de milagro la obscena desaparición impuesta, la maquinaria contranatural.
Almas muertas no fue el primer título que se le ocurrió al cineasta para su película. Pensó en llamarla El pasado en el presente, ya que de ahí nace su fuerza, de la potencia de los ecos, de la memoria de los cuerpos que aún se mantienen, escenificando desde el borde de la vida la imbatible entereza de los que, en su día y contra todo pronóstico, no se doblegaron.
Almas muertas (Wang Bing, 2018).
Entre estos atentados a la cronología, que vienen privilegiados por la desconexión de los espacios y la descontextualización de los encuadres, también se halla el encabalgamiento de los testimonios, la supervivencia de una palabra memoriosa que se adhiere a los gestos al reclamar su vigencia. Nada se ha olvidado y las voces se relevan en el ritornelo de la terquedad de un recuerdo al margen de los discursos oficiales. En el recuento de vergonzosos atropellos, germina así el valor imperecedero de una inocencia radical que, tras la experiencia concentracionaria, mudó en esa auténtica conciencia crítica que el sistema comunista nunca pudo mirar de frente.
Un cine de la donación
Desde su irrupción con Al oeste de los raíles (1999-2002), Wang Bing ha sido uno de los escasos creadores de cine en sacarle partido expresivo a la especificidad de la tecnología digital. En aquel documental sobre las arrolladoras consecuencias del cambio de paradigma industrial en China, nació su condición de flâneur infatigable en cuya pequeña cámara portátil se resumían los antiguos oficios del cine. Dispuesto a que todo pasara por la imagen al registrar la decadencia de un paisaje y la impasible resistencia de unos nuevos olvidados, Bing lograba desaparecer en el desbordamiento de la duración, intercambiando el solipsismo del documental en primera persona por una apertura al otro donde quedaba abolida la habitual intimidación del despliegue cinematográfico sobre la realidad.
Bing no actúa en esto de manera muy distinta a como Chantal Akerman lo hiciera con su madre en la testamentaria No Home Movie (2015), festejando, a espaldas de la prisa, cada segundo de una presencia querida que, en su silenciosa excepción, también representaba a otra mayoría asesinada en un exterminio. De esta manera, cineasta y víctimas instauran en Almas muertas un diálogo entre soledades. Se trata de un afuera del cine en rima con un afuera de la historia que eleva su metáfora desde la más cruda materialidad. En Mingshui, en esa reinventada abstracción de todo paisaje que propone el desierto de Gobi, el caminante Bing filma la intemperie blanca sobre fondo terroso que dibujan los huesos de los que encontraron allí la muerte. Ahí yace el explícito esqueleto de la película, la persuasiva ruina callada que apuntala la estructura del encuentro mediante la que Wang Bing rinde homenaje a estas generaciones perdidas.