Aparecen entre nosotros, por fin, estas Presencias de Eugène Green, que es como decir que las Notas sobre el cinematógrafo de Bresson ya no están tan solas, que poseen un hermano postrero, pero ahora en prosa límpida y secretamente atravesada --nada lejos en esto de la aforística del francés-- de un humor sutil que horada la severidad del ideario, humanizándolo. Y si bien ya casi nadie quedaba --desaparecida la cima, Manoel de Oliveira; persistente la agrafía cinéfila de Aki Kaurismäki-- para la comparación con Green (Nueva York, 1947), resta celebrar la iniciativa de Shangrila de rescatar esta feliz compilación de textos, encendida escritura que en su día rodeara el tardío debut del cineasta --Touts les nuits (2001)-- y donde se nombra, entre la autobiografía y la novela de formación, la esquiva herida que alumbra su depurado quehacer creativo.
No resulta gratuita la comparecencia de Bresson, aquí explícita e implícitamente convocado, pues Green también escribe a la contra, haciendo prevalecer, con su lujuriosa y simpática erudición, un uso subalterno de las máquinas cinematográficas de registro de imagen y sonido, una desviación de la institución-cine --en tanto que invisibilizado entramado simbólico y gramatical de aristas pulidas-- donde luce, como nuevo, el puzzle de pedazos de vida, la materia palpitante que precisará de un recorte y una sutura otros con los que colmar una agónica necesidad de trascendencia más allá de los significados, en ruta hacia lo inefable, lo intuido, lo apenas vislumbrado.
Eugène Green (Nueva York, 1947).
Sólo el ludismo irredento y mágico-esotérico de Syberberg --para quien el cine fue “la gran compensación” de la tiranía industrial y racional gestada entre el XVIII y el XIX-- puede competir con los arrebatos extrasensoriales de Green, cuyo compromiso final con el arte de las luces y las sombras produce estas deliciosas páginas confesionales, extrañas al cambalache industrial y artístico.
Como reza su subtítulo, en Presencias se trata de definir la naturaleza del cine, y con ello la del cineasta, cuya vocación se explica en un relato concatenado de revelaciones que acechan una renuncia --a su primera ocupación, el teatro, ritual cuya transmisión espiritual nace amortiguada por el esfuerzo alegórico-- al hilo del paulatino convencimiento de que el cine entregaba la situación definitiva, la desembocadura y el perfeccionamiento de lo que algunos escritores, pintores, poetas, dramaturgos o fotógrafos habían cercado mediante la inteligencia y el instinto: aquello que en el mundo, siendo real, se mantiene invisible.
Como reza su subtítulo, en
Y así Green se imaginará a sí mismo como un Quijote en busca de los signos --objetivo y razón de ser del cinematógrafo--, fragmentos del mundo donde distinguir la energía espiritual escondida; cuando no como ese “hombre noble” del que hablara el místico Eckhart, víctima sacrificial de la racionalidad moderna en su desprestigiada aventura, la de devolver y mostrar a sus semejantes una Naturaleza renovada en la que lo visible ya no esconda el latido de la vida oculta, para luego “desaparecer en la dicha eterna del presente”.
Presencias celebra este singular destino repasando su tramoya intelectual y vivencial como un todo interrelacionado, colocando en su lugar a todos aquellos cineastas avant la lettre --Flaubert, Mallarmé, Nadar, Atget, Boudin, Monet, Pessoa, Maeterlinck o Claudel, entre otros-- que influyeron en Green y lo han acompañado habitando sus planos visuales y sonoros, delicadas piezas que en su deseo de exactitud representativa fuerzan la realidad provocando esas fallas de lo lógico-racional que desvelan un umbral metafísico. Ya que, afirma Green, si al asomarnos al cine no vemos algo distinto a la superficie del día a día, “estamos ante una forma de turismo, con todo lo que esto implica de absurdo y pernicioso”.
La Sapienza (E. Green, 2014).
Esta compañía constituye sólo una parte del auténtico carnaval de fantasmas que recorre el libro, alterando, por ejemplo, las impagables estancias del cineasta en las instalaciones de Le Fresnoy, y rimando los momentos escogidos de su ascético deambular por Europa, las iluminaciones praguenses y las revelaciones romanas y sicilianas: ciudades que ya ilustran la tarea extractora y purificadora del cinematógrafo al ofrecer la posibilidad, al ojo atento y al corazón bien templado, de sentir su inmaterialidad, su vacío de plenitud, bajo el desenfreno matérico cotidiano.
De la misma manera que Rossellini supo manifestar las corrientes subterráneas de la Roma ocupada, Green intuye que el destino del cine --la utopía a perseguir-- se encuentra vinculado a su capacidad de hacer notar ese corazón inmutable partiendo del registro de la cáscara que lo envuelve. Los frecuentadores de su cine conocen en qué se traduce esa búsqueda de epifanías del misterio del mundo a partir del careo con las presencias visibles, naturales: en una justeza de la mirada, en un ejercicio del menos es más apoyado en las virtudes de lo sugerido, elegancias del off que refuerzan la secreta estilización de lo que se expone a los sentidos y al intelecto del espectador.
En attendant les barbares (E. Green, 2017).
También están al tanto de que en esta red de intuiciones formales que se lanza sobre lo efímero de la realidad, pesa sobremanera el trabajo alrededor de la palabra, que en Green responde a un anhelo por reencontrar el verbo barroco; una devolución de su poder oculto y valores perdidos que, por la mediación cinematográfica, pueda encarnarse en la superficie del mundo reconquistando un asiento para lo sagrado. Un recorrido, aquí aclarado, que relaciona el teatro barroco con la experiencia mallarmeana o el simbolismo de Claudel, Maeterlinck o Segalen, y cifra el apasionado amor de Green por la lengua francesa, que en su cine siempre comparece inimitable, en la riqueza de matices de su prosodia.
De todos los escritos que reúne Presencias, donde Green, en la firme defensa de sus postulados, reparte estopa y corrige las decisiones estilísticas de referentes intocables como Proust o Dreyer, destaca poderosamente “La respuesta normanda”. Allí, fiel a su ideario de sobredimensión de las especificidades y los atavismos de las distintas entidades históricas y geográficas de Europa, Green señala el origen del cine en una doble impugnación del romanticismo protagonizada por un par de vecinos de la región norteña, Flaubert y Boudin.
Les signes (Eugène Green, 2006).
Las ficciones del primero y el impresionismo pictórico del segundo supondrían, alrededor de 1850, una doble ruptura de la cultura burguesa en la que Green advierte el más decisivo antecedente de la irrupción finisecular del invento, presagio del potencial que los usos de éste colmarían. Es decir, la más alta muestra de la necesidad de cine antes de su advenimiento y, por supuesto, su institucionalización.
Así, en la precisión de una literatura que arrincona temas y psicología propiciando el fulgor del verbo (escindido en una palabra concreta, descriptiva, y otra que refleja la interioridad del lenguaje, cuyo sentido Flaubert pretende distinguir con su manera de tallar la primera) y en el exceso --luz y ojo como vías a la abstracción-- de una pintura que en su reflejo de lo real-natural añade los movimientos de energía que desestabilizan la materia e irradian su trasfondo, Green ya escucha la voz del veredicto que el cine alzará. Una respuesta normanda, nos dice, consiste en decir sí y no al mismo tiempo, y de igual manera contestará al poco tiempo la máquina en su refriega con la realidad y con el misterio que ésta disimula.