Ante la última película de Godard, Le livre d’ image, mientras entre la polifonía de voces se colaba el grano de su voz de anciano, cabía pensar en cuánto tiempo lleva el genial artista siendo una especie de Mago de Oz, consciente del papel cada vez más marginal del cine en nuestra sociedad. De ahí, de una idea de duelo y rescoldos, regresar a Virilio, cuya reciente muerte había pasado desapercibida.
No fue nada complicado: él que, ya a principios de la década de los ochenta, había advertido, en un fructífero ensayo, del futuro aciago reservado al otrora todopoderoso cinematógrafo, entonces desenganchado del esfuerzo industrial-militar de las sociedades modernas a cuyo ritmo se transformó (y a cuyos objetivos coadyuvó). Dudosas nostalgias del poder del cine, del poder de la guerra, ahora que las técnicas de destrucción hace tiempo que no se apoyan en las impresiones lumínicas que filtraba el obturador, en su mecánico funcionamiento, en dirección al celuloide.
En la práctica sólo Godard y Farocki participaron, en lo nuclear de sus propuestas, de lo que cuenta este libro, Guerre et cinéma I. Logistique de la perception, que los Cahiers du Cinéma editaron en 1984 (y luego, en versión aumentada, en 1991) en la colección ensayística que dirigían Jean Narboni y Alain Bergala. Y ambos reaccionarían a la vez poco después –uno poniendo en marcha sus Histoire(s) du Cinéma (1989-1999), el otro completando uno de sus films más reveladores, Bilder der Welt und Inschrift des Krieges (1989)– maduradas sus intuiciones con respecto a la genealogía del cine en su estrecha relación con las necesidades perceptivas de la maquinaria bélica a partir de finales del siglo XIX.
En la práctica sólo Godard y Farocki participaron, en lo nuclear de sus propuestas, de lo que cuenta este libro,
Así, si en 1970 Edgar Morin había relacionado dos contemporáneos, “cine” y “aviación”, dando nacimiento a una filmología de los afectos, según la cual ambos inventos nos despegaban de la tierra rumbo al cielo de las stars, una década después Virilio nos recordaba que muy pronto, en ese mismo avión que alteraba la percepción cotidiana, se incluía la metralleta, que no tardaría en dejar hueco a la cámara para perseguir con mayor fiabilidad al enemigo –paulatina fusión del par ojo/arma–, y constatar el espectáculo de su aniquilamiento –estrategia de la representación con fines de propaganda y profundos efectos psicológicos–.
En una ramificación de su trabajo de filósofo y urbanista, Paul Virilio puso aquí el acento en la manera en que el esfuerzo militar asimiló las técnicas foto-cinematográficas en su imparable escalada de conflictos a lo largo del XX. Un recorrido desde Nadar, que en 1858 logró la primera fotografía aerostática, jalón inaugural en la sustitución de los mapas tradicionales por instantáneas primero y, luego, por tomas fílmicas, hasta la explosión nuclear de Hiroshima, en cuyos muros se recortaban las sombras de civiles desintegrados; espantosa versión de la pionera cámara oscura de Niepce y Daguerre que acogiera el desenfocado titilar de los perfiles de la vida.
Y entre medias, el desarrollo paso a paso, hito a hito, de las concomitancias de esta doble logística (de la percepción y la destrucción) como si ya la cronofotografía de Marey –aquel fusil fotográfico que descomponía el movimiento de las aves– anunciara lo irremediable del encuentro entre el ojo y la mirilla.
Histoire(s) du cinéma. 4B, Les signes parmi nous (Jean Luc Godard, 1989-1998).
Virilio se propuso en Guerre et cinéma señalar la constitución de esa “máquina de visión” que, desde la fotografía a la videovigilancia y las imágenes de síntesis –semillas de los actuales entornos digitales interconectados– fueron fortaleciendo una “vision sans regard”, punto de vista mecánico cada vez más autónomo respecto de la mirada humana que llevaba al paroxismo la “línea de fe” asumida por la perspectiva óptica: esa fe, ese deseo de certidumbre –la confianza de la coincidencia entre planos y realidad–, que la ciencia bélica iría afianzando entre escaramuzas, batallas y guerras mundiales gracias a satélites espías, drones, radares y misiles con visión teleobjetiva.
Además de por este potencial visionario, otro filósofo, Gilles Deleuze, en sus famosos cursos contemporáneos a la publicación de este ensayo, recomendaba a sus alumnos la lectura de Guerre et cinéma para que entraran de lleno en la complejidad del movimiento intensivo de la luz en el cine.
Histoire(s) du cinéma. 4B, Les signes parmi nous'(Jean Luc Godard, 1989-1998).
Un combate entre luces y sombras que podría explicar las dinámicas del expresionismo alemán, pero también la visión apocalíptica del cielo nocturno del Berlín bombardeado por los aliados y recortado por los haces de la defensa antiaérea, tal y como los describiera, subyugado por el espectáculo, Albert Speer, el arquitecto que con artificios de imagen y sonido, en una auténtica “prefiguración holográfica de la guerra”, había iluminado con 150 proyectores la noche de Núremberg en el congreso nazi de 1935.
Yace en estos pasajes entre la realidad y su doble cinematográfico que caracterizan la primera mitad del siglo XX, en las misteriosas implicaciones de las invenciones tecnológicas que condensan inclinaciones antropológicas que se pierden en el tiempo, la aportación más inolvidable del ensayo de Virilio, donde el cine irrumpe como una máquina privilegiada en un nuevo mercado industrial –el de la desmaterialización, la matière transformada en lumière– pronto adherido al mismo objetivo de expansión, como un arma más en la generación de sorpresa técnica y atracción psicológica.
Y si el soldado superviviente, tocado por la fortuna, experimentaba en el embarrado campo de batalla algo así como un espectáculo cinemático definitivo, sus superiores, demiurgos de esta sala de cine expandida, debían asumir la condición de metteurs en scène.
Hitler. Ein Film aus Deutschland (Hans Jürgen Syberberg, 1977).
Ya en 1977, Syberberg, en su monumental Hitler: ein Film aus Deutschland, había señalado la obligación de juzgar al Führer, ante todo, como un mal cineasta, como alguien que no estuvo a la altura de los sueños prometidos. Aquí Virilio, como luego Godard en sus Histoire(s), penetra en los íntimos lazos compartidos por cine y guerra en el tiempo militar-industrial que coincide con los clasicismos en sus versiones norteamericana, soviética o alemana, y apoya esta exigencia de examinar a los jefes de Estado de las Guerras Mundiales en tanto que cineastas, al encabalgar la lógica de las imágenes en la de las armas.
Incluso después de tanto tiempo transcurrido, aún resulta vertiginoso mirar así a la historia del cine, atender, por ejemplo, en Cabiria (1914) de Pastrone o Intolerancia (1916) de Griffith, menos al balbuceo de una gramática que al naciente afianzamiento de un arte de la manipulación de dimensiones. Igual de turbador que asumir que buena parte de las experimentaciones con el color fueron posibles gracias al espionaje y respondían, antes que a nociones de expresividad, a la batalla por liderar el perfeccionamiento persuasivo.
Bilder der Welt und Inschrift des Krieges (Harun Farocki, 1989).
Y, por último, escalofriante la constatación de la escalada de locura en las postrimerías de la conflagración, como la que hizo posible aquel suntuoso delirio, Kolberg (1945) de Veit Harlan, cuando un Reich en absoluta descomposición invirtió ocho millones y medio de marcos en una película mientras a pocos kilómetros los adolescentes alemanes caían como moscas y Hitler se quitaba la vida en el búnker, definitiva camera obscura del periodo.
El cine moderno también surgió de aquí, de haber sido un arma abandonada por la guerra cuando no estuvo a la altura. No fue capaz, como recuerda Virilio que dijo Abel Gance en 1972, “de descubrir su propia bomba atómica”, ni, como añadiría luego Godard, de filmar el verdadero infierno del exterminio. Fueron los pequeños films anónimos en el frente los que, en la opinión de este último, “salvaron lo real”, levantando el telón sobre las ruinas.