¿Cuánta luz es necesaria/para vivir lo oscuro?

Violeta Medina

 

En una tele de veintiún pulgadas conectada a un reproductor casero de Betamax y en una cinta que más que seguro era una copia de la copia de la copia: así vi hace más de treinta años El último tango en París en un aula de la universidad limeña donde estudié. La película no la presentaba ningún profesor, sino una divertida caterva de estudiantes cinéfilos que lo mismo organizaban una muestra de cine japonés que un partido de fútbol de chicas y chicos o un concierto de punk-rock.

Ese año, 1987, en Italia se acababa de levantar la prohibición para exhibir la película que había convertido a Bertolucci en artista mundial después de que once años atrás un juez católico de Roma ordenara quemar todas las copias. La noticia coincidía con el estreno de El último emperador que al año siguiente iba a ganar nueve premios Oscar, así que los ratones de filmoteca de mi universidad se valían del doble resplandor que iluminaba al cineasta italiano para programar un ciclo sobre la censura en el cine contemporáneo.

Junto con El último tango recuerdo que vi también por primera vez Historia de O, La naranja mecánica, El imperio de los sentidos y, meses después, en un movimiento audaz de piratería predigital, una versión clandestina de La última tentación de Cristo, en inglés y sin subtítulos.

Como en todo happening universitario, cada proyección se cerraba con un coloquio que unas horas más tarde devenía apasionado debate en cualquiera de los muchos bares que circundaban la ciudad universitaria. No hacía falta que estuviese el realizador de la película ni nadie que hubiese participado en el rodaje. Las personas con grandes ideales necesitamos hablar, siempre y de lo que sea, no importa que no tengamos nada que decir o nos falte la suficiente información que se necesita para ello.

Bertolucci

El director de cine Bernardo Bertolucci

De modo que allí estábamos, beligerantes universitarios dispuestos a agarrarnos a botellazos en la defensa de nuestras opiniones sobre El último tango, a quince años de distancia de su estreno mundial en el Festival de Cine de Nueva York de 1972. Nuestros botellazos casi siempre empezaban siendo de cerveza. Pasada la medianoche, cuando había que contar las monedas, acababan en insalubre ron barato.

La discusión orbitaba en torno a dos focos de interés. Los cinéfilos se centraban en la fotografía de Vittorio Storaro, la fuerza que emitían los actores protagonistas Maria Schneider y Marlon Brando, y el pleno dominio de la narrativa audiovisual por parte de Bertolucci, cuyo genio hacía de El último tango en París una obra maestra.

Mientras que los neófitos, servidor incluido, no salíamos de intentar responder con nuestras cuatro lecturas mal leídas a una única e inmensa pregunta celeste: la película ¿dejaba mejor o peor parada a la mujer cuando faltaba tan poco para decirle adiós al revolucionario y en muchos aspectos liberador siglo XX? En concreto, ¿era Jeanne, el personaje que interpretaba Schneider, una niña bien que se adentraba en lo más oscuro de los juegos de dominación sexual para salir de allí como una mujer liberada, o era una cojuda a la vela?

Por último y no menos importante, ¿qué clase de izquierdista era ese individuo llamado Bernardo Bertolucci? ¿Era de los trasnochados misóginos que campaban en los partidos comunistas tradicionales de todo el planeta --con o sin Estado que gobernar-- o era de los modernos del artisteo ultramegacool setentero que con El último tango mandaba un rato a Marx a freír espárragos para sumarse a la necesaria e indetenible lucha feminista, compañeras y compañeros?

Rebobinemos. [Spoiler alert].

Cartel El último Tango

El último tango en París cuenta la historia de un casi cincuentón (Marlon Brando) que va caminando desaliñado y tristísimo por la capital francesa hasta que de golpe, sin que sepamos por qué, empieza a seguir a Jeanne, que también va deambulando por ahí, sólo que alegre y radiante con su minifalda y su maxiabrigo de chica moderna y a la moda.

Cuando Jeanne entra en un edificio donde se alquila un departamento y sube a verlo, descubre que el casi cincuentón ya está ahí. Sorprendida, le pregunta si también piensa alquilarlo. Conversan. Hasta que otra vez de golpe y sin que sepamos por qué, él la besa, le arranca las bragas y juntos hacen una representación de la postura del Kama-sutra conocida como el cóctel.

A partir de aquí la película da indicios que parecen explicar el comportamiento de este par de fornicadores intempestivos.

El casi cincuentón se llama Paul, es estadounidense y su mujer se acaba de suicidar cortándose las venas con una navaja de afeitar. La veinteañera Jeanne tiene un novio, Tom, al que va a buscar después de su encuentro con Paul. Tom ha empezado a rodar una película con ella como protagonista, pero Jeanne no lo descubre hasta que tiene la cámara delante. “Podrías haberme preguntado antes”, le recrimina, enfadada. Tom le contesta con una pregunta: “¿Qué hiciste mientras estuve fuera?”. Ella: “Pensaba en ti en todo momento y lloraba”. Y él, a su equipo de rodaje: “¡Magnífico! La toma queda”.

Lo que queda claro es que Tom, una especie de epígono de la Nouvelle vague francesa, es un aspirante a artista y, sobre todo, un imbécil tenaz e irreductible.

Al igual que casi todas las películas de Bertolucci, la historia de El último tango está inspirada en un relato escrito, la novela El azul del cielo, de Georges Bataille. Los argumentos difieren, pero comparten como tema la exploración de los límites más violentos, escatológicos, egoístas y claustrofóbicos de la sexualidad. Y cómo, también, dos cuerpos que se atraen al grado de dejarse arrastrarse por la sordidez no son incompatibles con los ideales más fulgurantes de la belleza y el amor.

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La crítica Fernanda Solórzano advierte que la metáfora más extendida sobre el cine suele dar pie a una simplificación y, como tal, a una idea sesgada e incompleta. Eso de que el cine es “una máquina de sueños”, donde “sueño” sólo parece intercambiable por fantasía, esperanza o deseo, hace que la experiencia de ver una película se limite a un “viaje hacia un lugar luminoso, la huida de una realidad opresiva o, por lo menos, gris”. Olvida que las pesadillas también son sueños, incluidas las pesadillas cinematográficas.

Para reforzar esta idea, Solórzano recuerda a Kubrick y su tesis de que “las películas, como los sueños, demandan la suspensión del juicio moral”.

El último tango 2

En El último tango, Jeanne y Paul repiten diariamente sus encuentros sexuales en el departamento vacío bajo un pacto de anonimato propuesto/impuesto por él y aceptado primero a regañadientes por ella y luego alentado con su complicidad. Para empezar, nada de nombres. Si tienen que llamarse de alguna manera, mejor con un rugido animal. Él elige para sí uno que suena salvaje, simiesco: es un mono macho alfa, se le ve la pezuña. Ella, un graznido vagamente avícola, como de pato o ganso. “Es bonito sin saber nada el uno del otro”, dice Jeanne. “Quizá nos podamos correr sin tocarnos”.

Lo segundo, nada de biografías. A él el pasado de ella no le importa. Jeanne, que no está de acuerdo, se vale de los momentos de melancolía de Paul --melancolía que el espectador sabe que es desolación por el suicidio de su esposa unida a la soledad del exiliado en tierra extranjera-- para arrancarle retazos de su infancia. Más que retazos, son pecios de un naufragio: padre putero, alcohólico y violento; madre “poética”, pero borracha igual. Uno de sus recuerdos más nítidos, le dice Paul, es cuando a su madre la detuvieron andando desnuda por el pequeño pueblo rural donde vivían.

Aquí entra uno de los datos clave que convirtieron a El último tango en un instant classic desde el momento mismo de su estreno. Bertolucci se había quedado tan prendado de Brando cuando éste acudió a su llamado para protagonizar la película que varias escenas se rodaron siguiendo las sugerencias e improvisaciones del actor.

En Songs My Mother Taught Me, la autobiografía que Brando escribió con ayuda de Robert Lindsey, el actor cuenta que Bertolucci además manejaba un inglés muy básico y desconocía el habla coloquial estadounidense, de ahí que él tuviera que escribir la mayoría de sus líneas de guión. Por eso no son pocas las semejanzas que hay entre la biografía ficcional de Paul y la supuestamente real de Brando, aunque también incluía falsos recuerdos de personajes que el actor había interpretado en películas anteriores: exboxeador, excontrabandista, excorresponsal en Japón, etc. Paul, para Bertolucci, no era otro que Brando, su humor de oso, su lenguaje procaz y sus obsesiones, y ese ejercicio de metaficción no pasó desapercibido en el mundillo cinematográfico de los setenta.

El último tango en París2

“Él nos dio la libertad”, dijo Jack Nicholson refiriéndose al impacto que tuvo en los estilos de actuación esa composición de la psicología y el carácter de Paul por parte de Brando. El aludido se murió, sin embargo, sosteniendo que nunca más aceptó usarse a sí mismo en la creación de un personaje. Hay dos maneras de mostrar las heridas afectivas que carga un personaje, dice en su autobiografía: una es mediante la técnica actoral y la otra conlleva la “destrucción emocional de uno mismo”. Las dos son convincentes y el público no nota la diferencia. Al aceptar la segunda en El último tango “sentí que había violentado mi ser más profundo y me propuse que nunca más iba a sufrir algo así”.

Para escribir Misterios de la sala oscura. Ensayos sobre el cine y su tiempo, Fernanda Solórzano se basó sobre todo en monografías, entrevistas y documentos producidos “en el tiempo” en que se estrenaron las películas que analiza, como El último tango en París. Su escepticismo sobre toda mirada retrospectiva es interesante “porque el filtro del tiempo hace que la percepción de las cosas cambie”. Por lo demás, la información en caliente sigue ahí, en colecciones como los Modern Classics del British Film Institute o las Interviews de la University Press of Mississippi.

Brando, por ejemplo, no fue un entusiasta promotor de la película. Los elogios que El último tango empezó a recibir de gente como Pauline Kael, la legendaria crítica del New Yorker, no sólo le parecían excesivos, sino que “revelaban más acerca de ella [de quien los escribía] que de la película en sí”. Peor, pensaba que la cinta no era tan buena como muchos creían, y que así como él no era capaz de decir sobre qué trataba, suponía que “Bertolucci tampoco”, ya que en el tiempo que duró el rodaje nunca supo expresarlo. Tras El Padrino y El último tango, Brando necesitaba ganar dinero, así que en cuanto pudo se embarcó en su siguiente película y a otra cosa, mariposa.

La que en cambio se dejó aupar por la prensa y su retrato apareció en las portadas de numerosas revistas fue Maria Schneider.

El último tango

En la nota que le dedicó Time respondió resueltamente a la pregunta que todo el mundo se hacía. O sea: ¿hubo o no hubo?, ¿fue o no de verdad?, Brando ¿era ese toro salvaje que…? Norman Mailer llamó a esos anhelantes preguntones “sus majestades anales de la clase media”, modernillos de Nueva York o San Francisco que veían el sexo filmado con desparpajo en Europa o Japón como “el núcleo confirmado de una vida acaudalada” y estaban dispuestos a hacer colas interminables y pagar cinco dólares de esa época para ver El último tango. A todos ellos les respondió Schneider: “Nunca follamos en escena. Nunca tampoco sentí ninguna atracción sexual por Marlon. Tiene casi cincuenta, saben, y [deslizando su mano desde el pecho hasta el estómago] ¡es sólo hermoso hasta aquí!”.

Fernanda Solórzano pone especial atención en el perfil que la actriz francesa trazaba de sí misma: más rebelde y experimentada que Jeanne, amante insaciable, bisexual y abierta a experimentar con todo tipo de drogas. “Afirmaba que no le había molestado salir desnuda en la película, ni "las escenas simuladas de sexo vertical, de sodomía y masturbación". Calificaba de "enfermas" a las personas que decían que la película era pornográfica y decía que, aunque al principio había llegado a creer que Bertolucci odiaba a las mujeres, luego entendió que la película era todo menos opresiva”.

El libro de Solórzano se publicó a finales de 2017, once años después de que Schneider abriera otro debate al confesarle a la periodista del Daily Mail Lina Das que “se había sentido un poco violada [I felt a little raped] tanto por Marlon como Bertolucci” en la llamada “escena de la mantequilla”.

Das, o sus editores del Mail, titularon la entrevista “I felt raped by Brando”, así que muchos no sólo se saltaron el “a little” que añadía un matiz a la sensación de violación, sino el “felt” y leyeron directamente “fui violada”. En Misterios de la sala oscura, Solórzano da cuenta del contraste entre lo que decía Schneider tras el estreno de la película en 1972 y lo que dijo en 2006, pero no le da más vueltas al asunto. 

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Así que rebobinemos otra vez. [Spoiler alert (bis)].

Los encuentros sexuales de Jeanne y Paul se siguen alternando con escenas que los describen individualmente. Bertolucci quiere que prestemos atención a la separación física pero también espiritual que hay entre estar-vivir-amar dentro y hacerlo fuera.

Dentro se ha formado una unidad de dos en un departamento vacío. Es el entorno ideal para esbozar un estudio sobre el sexo, la pareja, el amor, lo sucio y lo sublime. Palabras mayores.

Fuera, junto con el ruido y la muchedumbre y la vida cotidiana tal como ésta suele concebirse, están Paul con su intempestiva viudez y Jeanne con el soberano papanatas de su novio cineasta.

Dentro habita la oscuridad, pero también hay luz. Fuera, lo mismo pero al revés.

Jeanne un día se pone una peluca aleonada que al novio no le gusta. La metáfora es obvia: la chica se asalvaja tras cada encerrona con Paul. Su pelo parece ahora una mata de alborotado y pelirrojo vello púbico. Es un coño andante, satisfecho y feliz.

Su noviazgo con Tom se tambalea y se pelean en el Metro. “Tienes que buscarte a otra”, le dice. Él: “A otra ¿para qué?”. Ella: “Para tu película. Porque te estás aprovechando de mí. Me obligas a hacer lo que tú quieres”. Detrás de Jeanne se ven afiches publicitarios. De leche Vigor, yogur y huevos. Ella grita: “¡Estoy harta de que me violen!”.

Paul, mientras tanto, visita al que hasta hace poco fue el amante de su esposa. Es un inquilino del mismo hotel que ambos regentaban y en el que también vivían. El sueño húmedo de la infidelidad: mantener un triángulo amoroso sin tener que pisar la calle.

Paul y el amante tienen puesta la misma bata roja de cuadros que ella les regaló y beben la misma marca de whisky que ella les compraba. Es un chiste triste y macabro porque la mujer ya no está y la bañera donde se suicidó estaba toda salpicada de sangre. “Me pregunto qué vio ella en ti”, le dice Paul al salir de la habitación.

Fin del chiste. A un macho alfa encantado de conocerse como él, el amante de su esposa, sea quien sea, siempre le va a parecer un zoquete.

Inmediatamente después viene la famosa escena de la mantequilla. Jeanne llega al departamento advirtiendo que debe irse pronto porque un taxi la está esperando. Paul, que come un trozo de pan, le anuncia que hay mantequilla en la cocina.

Un escondite en el suelo da pie a una charla sobre el miedo a los secretos familiares. Paul: “¿Secretos familiares? Ya te hablaré yo de secretos familiares”. Le baja el pantalón por detrás, le unta el ano de mantequilla y, mientras la viola, le pide que repita: “Sagrada familia, iglesia de los buenos ciudadanos… Donde los niños son torturados hasta que mienten por primera vez… Donde su voluntad se doblega con la represión… Donde la libertad es asesinada por el egoísmo. La familia, tú, puta familia”.

La escena continúa en la siguiente toma: Jeanne pone un LP titulado Pop Sounds; Paul sigue tirado en el suelo, exhausto. Cuando suena la canción y los familiarizados con el cine de Bertolucci esperan que comience la típica escena de baile que se repite en casi toda la obra del italiano, hay un corte a una nueva filmación de la película de Tom. Los novios aparecen abrazados sobre la barandilla de un puente. Tom le pide a Jeanne que se casen en una semana. Juegan a decir “no, sí, no, sí, no sé”. Él le pone un salvavidas que la inmoviliza. Jeanne lo tira al río. El salvavidas se hunde.

tango en paris 3

El final de El último tango en París son dos declaraciones de amor formuladas a destiempo. La primera es de Jeanne. Va vestida de novia y le pide perdón a Paul por querer dejarlo. “Quería y no pude. No puedo dejarte, ¿lo entiendes?” Más tarde es más explícita: le dice que se ha enamorado de un hombre y que ese hombre es él.

Aquí Mailer decía que si la película hubiese sido producida por Hollywood habría sonado una música sublime. Paul en cambio le pide que coja el cortaúñas y se corte las uñas “de al menos dos dedos”. Luego se pone de espaldas para que ella lo sodomice. Mientras, le habla de un cerdo y de vómitos y pedos. “¿Vas a hacer esto por mí?”. Y Jeanne: “Sí, lo voy a hacer. Y más que eso. Todo peor que lo anterior”.

La declaración de amor de Paul llegará después de la segunda escena más famosa de la película.

Para eso nos hemos enterado de otro dato clave: Jeanne es hija de un militar francés muerto en Argelia. Un mujeriego que tenía amantes bereberes pero al mismo tiempo era tan racista que había enseñado a su perro a reconocer a los árabes por el olor.

La segunda escena famosa es el monólogo de Paul mientras está velando en privado el cadáver de su mujer. Es un discurso misógino, cargado de despecho y resentimiento de macho herido, que hizo y por lo visto sigue haciendo llorar a millones de espectadores, en parte por la intensidad que le pone un actor de por sí intenso como Brando. Lo que le dice a la esposa muerta es: fuiste una puta folladora de cerdos y una mentirosa, ojalá te pudras en el infierno, no por lo primero, sino por lo segundo.

Tras esto, Paul se borra del mapa.

Al darse cuenta, Jeanne llora desconsoladamente y llama a Tom para decirle que por fin ha encontrado un piso para los dos. No hay lugar a sorpresas: es el mismo departamento vacío de sus encerronas con Paul.

El dentro ha estallado, sólo queda mirar hacia fuera.

Jeanne y Tom hablan de los hijos que van a tener. A ella le gusta el nombre Fidel, como Castro. A él, Rosa, como Luxemburgo.

Brando

Este momento es el espejo en femenino de la segunda película de Bertolucci, incluida por Susan Sontag en su lista de las 50 mejores películas de todos los tiempos. En Antes de la Revolución, un muchacho renuncia al amor sensual y apasionado por su tía, así como al marxismo, para abrazar la vida burguesa que su familia ha reservado para él. Simbólicamente, la vida burguesa tiene la misma cara que para Jeanne: un matrimonio bien con una chica (o un chico) bien.

La sorpresa llega cuando Paul reaparece. Luce más flaco, más limpio, más vital.

Sigue a Jeanne por la calle, le dice que lo anterior se acabó y que empiezan de nuevo. Para demostrar que es otro, le cuenta su vida: tiene 45 años, es viudo y regenta un hotel de mala muerte, pero no está mal porque le da dinero. Además, “tengo la próstata como una patata de Idaho, pero sigo siendo un buen ejemplar, aunque no pueda tener hijos”.

Entran en una boîte y beben champán y whisky. Paul dice que la ama y quiere vivir con ella para siempre. Ella: “¿Viviremos en tu hotel de mala muerte?”. Él: “No, nos iremos al campo”. Ella: “Y yo seré una de tus vacas”. Él: “Te ordeñaré dos veces al día”.

En la boîte hay un concurso de tango y salen a bailar, borrachos perdidos. Cuando los echan, él se baja el pantalón y muestra su culo desnudo.

Ahora en serio, Jeanne le dice que se acabó, que no insista, no quiere verlo nunca más. Paul no lo acepta y la persigue. Ella se refugia en la casa de su madre. Él logra entrar a la fuerza. Quitada la máscara del anonimato, el rostro deformado de Paul muestra que es todo lascivia y chicle, que masca jadeante tras haber subido corriendo por las escaleras. Jeanne busca la pistola militar de su padre y se deja abrazar. Le dispara a quemarropa. Él murmura: “Nuestros hijos, nuestros hijos recordarán…”.

En un último esfuerzo, Paul sale tambaleante al balcón, mira París por última vez, se saca el chicle de la boca y lo pega con cuidado debajo de la baranda de hierro.

Jeanne ensaya en voz alta las palabras que le dirá a la policía: “No sé quién es. Me siguió en la calle, trató de violarme, está loco. No sé cómo se llama, no sé quién es. Quería violarme”.

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ultimo tango paris

Cuando una película termina así es lógico que comiencen las preguntas.

Apenas dos semanas después de su estreno en el Festival de Cine de Nueva York, la influyente crítica del New Yorker Pauline Kael rompió la primera lanza a favor de El último tango en París. Era, escribió, “la película erótica más poderosa filmada hasta entonces”, el equivalente cinematográfico a lo que había significado para la música La consagración de la primavera de Stravinski, ya que ambas compartían la misma “fuerza primitiva” y un erotismo “punzante”.

También profetizaba dos cosas. Que era imposible que alguien pudiera sostener una única opinión sobre la película (ella misma era incapaz de explicar por qué se había sentido estremecida de esa manera) y que El último tango iba a representar un cambio demasiado grande en la historia del cine “como para que la gente lo acepte con gracia”.

Merece la pena recordar quién era Kael en ese tiempo. Sus treinta años como crítica de cine y su conocimiento de las vanguardias artísticas y la teoría feminista que animaban la conversación cultural --y que se había hecho más intensa entre Europa y Estados Unidos a partir de los años sesenta-- la habían convertido en una rival de peso de los popes de la modernez que copaban los espacios de opinión en revistas de izquierdas como The Nation o The Village Voice. Aun así, la crítica no se tragaba cualquier película que llevase la etiqueta de transgresora.

Es famoso, por ejemplo, su cuestionamiento a la “genialidad” que varios de sus colegas le atribuían al Kubrick de La naranja mecánica cuando, decía, estaba claro que detrás del supuesto atrevimiento de ciertos creadores había un afán por congraciarse con los maleantes que había entre el público.

El Último Tango en París

Kael no se andaba por las ramas, así que sobre El último tango en París también lanzó una advertencia. A algunas personas le parecerá repulsiva y otras saldrán del cine enfadadas, porque incluso en un ambiente tan modernillo y progre como el del festival de cine neoyorquino ella había percibido “algo parecido al miedo”. Fernanda Solórzano cree que este miedo no tenía que ver con el debate más inmediato y superficial que generó la película, si era arte o pornografía, y por lo tanto si debía exhibirse en salas convencionales o en tugurios para onanistas, sino con algo más gaseoso y amenazante. Como una niebla que de pronto empañara nuestra idea preconcebida de la realidad.

El último tango, dice Solórzano, “en muchos sentidos hacía añicos cualquier esquema previo del rol o la identidad sexual. Con todo y la revolución de los sexos [de la década del sesenta], los personajes de Jeanne y Paul --la aparente sumisión de ella, el carácter dominante de él, el sexo como principio y fin de su relación-- no eran figuras con las que cualquiera se pudiera identificar”.

En 1974, la feminista E. Ann Kaplan, autora de una media docena de libros sobre las mujeres y el cine, escribió un artículo en el que sostenía que la película de Bertolucci reflejaba básicamente las creencias de los hombres acerca de las mujeres. Para empezar, que no saben lo que quieren ni hacia dónde se dirigen. Que no ofrecen una explicación “madura” de sus actos infantiles. Que les gusta ser humilladas y tratadas con brutalidad. Jeanne, venía a decir Kaplan, no expone ni uno solo de los pensamientos que se le pasan por la cabeza al hacer lo que hace. Mientras el cine siga mostrando así a la mujer, como un par de buenas tetas y etc., ésta no saldrá victoriosa en su lucha feminista.

Tango París

Ese mismo año, en Women and Their Sexuality in the New Film, la también feminista Joan Mellen contrastaba el valor de la película como denuncia de los valores burgueses que obligan a las personas a reprimir sus instintos e inhibir su sexualidad con la figura que ella también veía degradada de Jeanne. Jeanne, como representante de la mujer en una obra artística o cultural, “podrá ser vibrante y sexualmente atractiva”, dice Mellen en la traducción de Solórzano, “pero carece de profundidad, de verdadero carácter o de la capacidad de elevarse al rol de heroína”.

Lo interesante es que los reparos hacia el personaje de Jeanne como una chica boba que cae fácilmente en las garras de un macho megalómano y abusivo acababan rebotando sobre la cabezota de Brando, que al fin y al cabo era la cabezota de Paul. Por un lado, ésa era la imagen del actor que le había construido Hollywood desde que irrumpió como sex symbol rebelde e incomprendido en los cincuenta. Pero más decisivo aún, muchos ya sabían que gran parte de la arquitectura argumental de El último tango era suya. Paul era una “autoconstrucción” de Brando, así que no podía esconder la mano después de haber tirado la piedra.

El hecho de que Bertolucci pensara en otros actores cuando concibió la película no era una mera anécdota. Con Dominique Sanda --que quedó embarazada antes del rodaje-- haciendo de Jeanne y con el tímido Jean-Louis Trintignant encarnando a Paul era más que evidente que la película hubiera sido otra. Como exclamó Mailer al descubrir cómo se expresaba el personaje de Trintignant en el primer guión frente a reescritura que hizo Brando para sí mismo: “¡Oh, la, la! ¡Si estamos escuchando a un intelectual francés! Es por buenos motivos que Bertolucci ha querido encaramarse sobre la personalidad de Brando. Cualquier cosa es preferible a Leon” [el nombre del Paul original].

Hasta para una entusiasta de El último tango como Pauline Kael, la elección de Brando como sustituto de Trintignant no era un dato a pasar por alto. “Su humor profano, su odio autodirigido, su egocentrismo y su sabiduría callejera existen en el estilo de la ruda ficción estadounidense dirigida al mercado de las fantasías masculinas”. De modo que el derrumbe de Paul al final de la película, decía Kael, era también el desmoronamiento de un modelo de masculinidad que tenía que acabarse. Porque no daba para más.

Bernardo Bertolucci

Las discusiones sobre El último tango en París prosiguieron y nos han alcanzado hasta hoy. Es lo que tiene el arte, y lo que tienen los clásicos, advierte Solórzano en Misterios de la sala oscura. Que “sirven de referencia en conversaciones, se usa el nombre de sus personajes para hablar de temperamentos y sus escenas sirven de ejemplo para discutir escenarios políticos, dilemas morales, crisis sociales y disyuntivas íntimas”. Son obras que al capturar su tiempo han moldeado también el nuestro.

Para quienes quieran seguir la conversación fuera de estas páginas, van dos títulos más: From Reverence to Rape. The Treatment of Women in the Movies, de Molly Haskell, y Sexual Personae. Arte y decadencia desde Nefertiti hasta Emily Dickinson, de Camille Paglia. Ambas feministas, exponen argumentos para considerar El último tango como una obra de arte que merece verse varias veces, con y sin anteojos.

En cuanto a mi viejo debate universitario, había una pregunta que daba vueltas una y otra vez, como nuestras copas. La pregunta era ésta: al sumergirse en los pozos más oscuros y violentamente machistas del sexo, Jeanne había alcanzado la liberación sexual, pero ¿a qué precio? ¿Al de someterse al destino burgués que para una chica bien como ella ya le tenía preparada la boda, el vestido blanco, el maridito machista pero no abusivo y la casa con perro, criados y jardín?

La vieja, simplista y trasnochada consigna “no es lucha de sexos, es lucha de clases” salía a relucir y recomenzaba el combate a botellazos.

Eran otros tiempos.