Tuvieron que esperar a su muerte para que el archivo ejerciera su dominio. Es decir, clasificar, restaurar la herencia fílmica, legarla a la posteridad. Se podría hablar de humildad y carácter reservado, pero la clave para entender la postura de la cineasta escocesa descansa allí donde vida y obra se anudaron, en el compromiso radical con el presente. A Margaret Tait poco le interesaba proyectarse en el futuro o haberse anticipado a algo, tampoco le era propio el lamento ante lo que pudo ser. Al tiempo, tanto a la concatenación de instantes que nos advierte de una duración, como a los estratos que componen toda inmediatez, dedicó Tait su obra (alrededor de treinta cortos y mediometrajes y un largo, Blue Black Permanent, en 1992), una de las filmografías más delicadas e imperecederas de la historia del cine, una sentida y vibrante invitación a aprender a ver lo que nos rodea como trampolín hacia el eco y la resonancia. Only through time, time is conquered, en verso del viejo Eliot.
Tait fue poeta, publicó poemarios y pequeñas historias, escribió a veces sobre cine y sus películas siempre fueron calificadas de líricas o poéticas, puestas en relación con Whitman, Ginsberg, Lorca (de quien tradujo Poeta en Nueva York ante la, en su opinión, escasa calidad de las versiones existentes), Pound o Dickinson. Sin embargo, si resulta lícito establecer este tipo de paralelismos, no por ello escapan totalmente de la tradicional pereza del cronista de los márgenes. Sobre todo, porque la escocesa enunció su cine desde un lugar a medio camino, allí donde le fue posible, una tierra de nadie en la que los artistas “de las etiquetas” temen quedarse por si no los reconocen.
Margaret Tait (Kirkwall, Reino Unido, 1918-1999)
Con formación universitaria y práctica en la medicina y estudios de cine en el Centro Sperimentale di Cinematografia de Roma en un momento clave del cine italiano (1950-52), Tait quiso hacer cine industrial, con guiones y actores. En Italia comprendió que el neorrealismo, más que de suplementos de real, trataba de traumas de la percepción, de un ver asaltado por lo bello o por lo injusto. Esa videncia se la trajo consigo a un Reino Unido bajo el yugo documentalista de Grierson, quien le afeaba su propensión al color, la composición y el ritmo, cuando le enseñaba sus peliculitas en los festivales caseros que montaba en su casa de Edimburgo. Por otro lado, para los fanáticos del avant-garde su cine no era lo suficientemente experimental, no forzaba los umbrales ópticos ni se abismaba en trance alguno, si acaso pequeñas fugas animadas a lo Norman McLaren, apartes lúdicos en el firme mirar objetivo de una cámara con lentes fijas y enfocadas.
Tait puso en el centro su “actualidad”: Where I Am Is Here (1964), título programático, donde, como antes en sus poemas (“I want my now now”), se reclama dueña del momento y nos reprende con cariño: “Come and see this”. Y miraba a su alrededor, que ya aparecía ocupado, de nuevo, por el origen, Orkney, el paraíso de la infancia, a donde había regresado desde Edimburgo fortaleciendo el programa fílmico ya iniciado en los cincuenta con aquel inolvidable retrato de su madre, A Portrait of Ga (1952): mostrar cómo y hasta qué grado uno funda un punto de vista privado en el mundo compartido; y, asumida la parcialidad y contingencia de nuestra condición, lo celebra: los pasajes entre lo mítico-rural y lo cotidiano-urbano, las pequeñas ceremonias de la naturaleza, el bullicio de los niños que juegan encabalgado a la canción popular que atraviesa las generaciones.
Blue Black Permanent (Margaret Tait, 1992)
La cineasta respira con la cámara, aquella restrictiva Paillard-Bolex adquirida en Roma, atenta al detalle, acechando la imagen (“stalking the image”, el sintagma aprendido en la lengua de Lorca) de ese presente esquivo que el cine ayuda a cercar. Como la versión doméstica del pensamiento exaltado de un Jean Epstein, para Tait, que cuenta divertida cómo en 1949 ya experimentaba con la capacidad de la máquina registradora para captar el momento exacto en el que una flor se abre, el cine aumenta nuestra capacidad sensorial y nos lleva a coquetear con lo invisible. Pero es el proceso, el posicionarse en paralelo con el mundo, lo que la colma, y aunque sepa del film-debajo-del film, de la materialidad subyacente, así como de los ritmos secretos que condicionan el engranaje, o del montaje más allá de la narración, los cortes y cambios de plano según un color o un movimiento, no pretende sustituir el mundo por un juego de luces y sombras. En resumen, Tait no responde al patrón prometeico, ella le canta a la naturaleza y al mundo como lo hizo Orfeo, vinculándose a lo que la rodea.
A Portrait of Ga (Margaret Tait, 1952)
Así, más cerca de Marie Menken que de Jonas Mekas, de una recolección de impresiones donde lo autobiográfico queda amortiguado por mucho que comparezcan sus materiales y paisajes, el cine según Tait ayuda a acercarnos a los misterios, pero bajo la asunción de que estos continúan abrumándonos, empequeñeciéndonos. Nunca queda despejada la incógnita de la oscuridad del mar o la apariencia del carbón, tampoco la de la esquiva meteorología o la de los cauces genéticos, esa sorprendente métrica de las transmisiones y las continuidades. Tait, que fue olvidada hasta por las teorías feministas, siempre fue una niña madura y profunda como sólo ellas lo son, las que cantan el folclore antiguo y maridan en secreto lo bello con lo fantástico mientras los niños vociferan y juegan al balón. Y a aquellos a los que quiso y admiró, los filmó a esa escala, sea a su anciana madre intentando desenvolver un pegajoso caramelo, sea al poeta Hugh MacDiarmid haciendo equilibrios en el borde de una acera.
Dejo dicho Jean Daniel Pollet que al impasible tic-tac del reloj, el cine le imponía un esforzado click-clack, donde entre ambos estímulos separados por la imperceptible noche del obturador, se podía precipitar un mundo entero, una amalgama de sensaciones y temporalidades. Eso logra Blue Black Permanent, donde Tait, tras años transitando por las veredas del instante, atravesaba el tiempo salvaje –sin aplicar soluciones de continuidad: “avoid gongs”, enseñaba la escocesa, a la contra de esos realizadores que explicitan cualquier tránsito dentro del flujo cronológico de un film– con una inaudita claridad de ideas: exactitud, sencillez y constante capacidad de sorpresa. Raros son los cineastas artesanos, más aún los autárquicos, que calientan y reverdecen el profundo conocimiento del medio mediante el que se expresan con un auténtico interés por lo que ocurre detrás de la ventana de sus mundos privados. Tait fue maestra en ello.