Estados Unidos, 1962. El presidente no es John Fitzgerald Kennedy porque los alemanes y los japoneses ganaron la Segunda Guerra Mundial y ahora se reparten el país: los nazis controlan la costa Este y los nipones, la oeste. Entre una y otra, se encuentra la llamada Zona Neutral, una especie de tierra de nadie donde puede pasar cualquier cosa. Los nazis y los japos se llevan fatal, se impone la desconfianza mutua y nadie sabe muy bien qué pasará cuando muera Adolf Hitler, que está mayor y achacoso y rodeado por fieles convertidos en buitres como Himmler y Goebbels. Existe una pequeña oposición al régimen, llamada la Resistencia, pero sus militantes caen como moscas. Lo que más preocupa al agónico Führer es una serie de películas en blanco y negro que se distribuyen clandestinamente y que muestran la Historia tal como todos la conocemos: la Segunda Guerra Mundial la perdieron los nazis y los japoneses. ¿De dónde salen esas cintas? ¿Nos hallamos ante una nueva vuelta de tuerca al tema de los universos paralelos?
Este es el impactante punto de partida de The man in the high castle (El hombre del castillo), la serie de Amazon que lleva ya tres temporadas y ha sido renovada para una cuarta. Para colmo de expectativas, la serie se inspira en la novela de Philip K. Dick del mismo título que un servidor no ha leído, aunque le da igual porque las adaptaciones audiovisuales de Dick casi siempre le han gustado. Con ese ánimo positivo, pues, uno se pone a ver la primera temporada y se encuentra con un bonus muy interesante en la figura de la actriz Alexa Davalos, mujer de una belleza muy peculiar que inspira en el cronista una epifanía sentimental e inútil que no había sentido desde que descubrió a Anna Torv en Fringe (una es morena y la otra rubia, no se parecen en nada, espero que alaben mi eclecticismo). Ah, y el productor es Ridley Scott. Y el adaptador, Frank Spotnitz, uno de los principales guionistas de Expediente X. ¿Qué puede fallar? Pues resulta que prácticamente todo. Y la culpa no puede achacarse a nadie en concreto, sino al mero concepto de la serie como algo que puede estirarse hasta el infinito cuando la cosa solo daba para una estupenda miniserie.
Los diez capítulos de la primera temporada se desarrollan a una velocidad de tortuga y a un ritmo moroso no, lo siguiente. No basta con una buena idea y un diseño de producción excelentes, hay que fabricar una trama que avance al tono requerido para no aburrir al espectador, lo que no sucede en el caso que nos ocupa (yo me quedé frito en mitad del capítulo nueve). Cualquiera se ha dado cuenta de que esas películas clandestinas que retratan el fin del Reich son el dato esencial de la historia, pero observas que te puede salir barba esperando el desarrollo de tan brillante McGuffin. Lo notas episodio a episodio, por irresistible que te resulte Alexa Davalos y por mucho asco que te de Rufus Sewell en su papel de mandamás nazi americano. Te sobran las subtramas y quieres que vayan al grano, pero, claro, si lo hicieran se pulirían la historia en una temporada y no habría manera de seguir ordeñando la vaca del pobre Philip K. Dick.
Ridley Scott empezó a mover el tema en 2010 y la cosa, en principio, iba a ser una miniserie de cuatro capítulos para la BBC que no prosperó. El proyecto pasó a SyFy en 2013, también como miniserie: segundo aborto. Finalmente, se hizo cargo del asunto Amazon y, ante los buenos resultados de audiencia del episodio piloto, lo convirtió en la serie interminable que todos conocemos. Una lástima y una prueba más de que la avaricia rompe el saco. Eso sí, yo me acabo de comprar la novela de Philip K. Dick porque no puedo vivir sin saber el origen de esas películas clandestinas que tanto preocupan a Hitler.