¿Somos capaces de experimentar arrobamientos, estados de éxtasis, cuando leemos a Lorca? No siempre cuando lo leemos, pero sí cuando Núria Espert recita al gran poeta granadino, como si lo hiciera Margarita Xirgu en alguna de las obras escritas pensando en ella, al estilo del pasaje de su Mariana Pineda, heroína liberal, o de Bernada Alba, un contundente hortus conclusus, obra cerrada. Precisamente, Bernarda pide paso estos días con libreto de Julio Ramos y música de Andrés Ortega en el Teatro de la Zarzuela y en el cine, con la interpretación libre de Emilio Ruiz Barrachina con Assumpta Serna, de nuevo en el centro. El arte no precisa del botón de plata utilizado por los mentalistas para aislarnos de la confusión; lo hace con sus armas, en este caso, con la expresión mesmerizante de Federico García Lorca, que ahora podemos ver en el Teatro de la Abadía. Bajo el título, Romancero gitano, una entrega especial del dúo Lluis Pasqual-Núria Espert, amor escénico a primera vista, intacto tras cuatro décadas de amistad.
Este penúltimo Romancero se ha gestado en el domicilio madrileño de Núria, en su sala de luz pegada a un balcón que se desmaya sobre la Plaza de Oriente, y se ha ensayado en una sala del Teatro Real. Actriz y director celebran décadas unidos por su devoción hacia el poeta, tal como intuyó el llorado Terenci Moix cuando les conectó en 1978. Afortunadamente, Pasqual ha dejado el Lliure, escenario circular desgraciadamente convertido en un rastro de memeces directamente relacionadas con el procés. “El toro de la reyerta se ha subido por las paredes”, escribió Lorca. Espert, por su parte, está siempre en vela; marcada por la perdición dionisíaca, guarda armas y no se adorna; su cuerpo y su voz dependen de una imagen interior, como tantas veces predicó Jerzy Grotowski.
Cada verso, cada palabra de este Romancero podrían bailarse al compás de un son y podrían escribirse sus altibajos con la exactitud matemática en una partitura. Entonces, el Lorca de la Espert no serían la voz y el gesto de la actriz sino una forma universal de entender su poesía basada en leyes exactas, inviolables. Espert conoce a todas las mujeres de Lorca, a la madre de Bodas de sangre, a Yerma o a Bernarda. Las ha interpretado a todas y las intercala en este Cancionero que aparece entre nosotros como un reencuentro. La idea de revivirlo proviene de una conferencia que dio el poeta sobre su obra. Digresiones e ideas para acabar recitando algunos tramos, como solía hacerlo con amigos, en los patios interiores de los cármenes de la ciudad de Boabdil (Mohamed Abu Abdalahyah).
Lorca fue el amigo que lee y que te deja una marca indeleble. A su recopilación de romances la llamó gitano, sin pensar para nada en la clásica estampa del Sacromonte ni en las calles empinadas del barrio judío, ni en los soportales de las placitas situadas debajo del Albaicín. Para el poeta, lo gitano era el toque aristocrático de nuestra forma de ser; nada de guitarras y vasos desvencijados a medio servir. Nada de polvo sobre el betún brillante, ni de camisas blancas de empavonados bucles.
A Lorca se le recuerda a bandazos, a golpes de genio. Por eso tiene mérito la concepción escénica de Pasqual: un todo basado en los poemas y aureolado de referencias a las principales piezas dramáticas del autor. El poeta escribió a ritmo de exhalación, siguiendo en dictado de su agilidad mental, saltando entre tejados de pizarra, fachadas envejecidas, balcones afiligranados o blasones tallados sobre la piedra. No era él quien estaba ante las maravillas tristes que despedazaba con su pluma.
Eran la cosas las que estaban dentro de él. Y de ahí la aportación de Espert, la actriz que entiende el arte igual que lo entendía el poeta: la interpretación depende de su exactitud, no es propiedad de nadie. La interpretación es. Está más allá de una capacidad dramática, como la batuta de Daniel Barenboim cuando dirige el Requiem de Mozart, en la mezquita-catedral de Córdoba o en el auditorio de cualquier ciudad. La música no hace llorar; ella misma es el llanto.
Hace mucho que Lluís Pasqual rastreó a la Yerma de Espert por media Europa y la encontró en un montaje de Víctor García. Conoció a la Yerma que habitaba el cuerpo de una mujer de pómulos lanceados y belleza recatada y protegida por el cascarón de su personalidad. Ella sabe crear intimidades: “crearlas y modular sus tonos, hacerla crecer como un globo de papel iluminado en el cielo de verano, o que las palabras se conviertan en canciones para arrullar a un niño. Escuchando a la Espert volví a oír a mi abuela contándome cuentos y cantando canciones al anochecer, cuando subía la fiebre, o en el desvelo de la madrugada”, escribe Marcos Ordóñez.
El Romancero reivindica el humor, aunque no sea exactamente el humor. Pasqual entendió un día que Lorca salía al paso cargado de comicidad, algo que prefigura a los más grandes como Chejov o Jean Genet. No es un drama, nunca lo fue; paradójicamente, el poeta asesinado vence por su ligereza, deja tras de sí una corriente de hilaridad. No expresa la Andalucía visible sino la que ocupa un punto ciego; la que no se ve, pero tiembla dentro de sus gentes.
Los que vayan a la Abadía oirán lo del “tengo miedo a perder la maravilla/de tus ojos la estatua y el acento / que de noche me pone en la mejilla / la solitaria rosa de tu aliento...”, si,sí, el Soneto de la Dulce pena, que acompaña a la antología –la refuerza diría uno– de la mano del autor. Este Cancionero, intelectualmente recuperado para la distancia crítica de los conspicuos, habla de tristezas y alegrías indescifrables, de estados de ánimo inaparentes, pero tomando individualmente sus partes están llenas de causalidades antropológicas y penas profundas, como el Romance del amor oscuro, el drama de Soledad Montoya, marcado por la pena “de cauce oculto y madrugada remota”.
Pasqual y Espert ya nos obsequiaron en su momento con el Haciendo Lorca y La oscura raíz. Después de mucho tiempo, tocaba volver al Cancionero por la puerta grande, adornando de guirnaldas a las grandes heroínas lorquianas, como la Pineda: “en la corrida más grande que se dio en Ronda la Vieja... / cinco toros de azabache con divisa verde y negra / ...yo pensaba siempre en ti, ah si estuviera conmigo mi triste amiga, mi Marianita Pineda”. Digámosles a ambos y en nombre de todos que ser agradecido es de bien nacido.
En este Cancionero no hay carga étnica ni ringorrangos de duques que quieren a los gitanos rasgando la guitarra bajo las umbrelas de la Vega de Granada, para después despedirlos por la puerta de servicio. Lorca les dio el protagonismo en los proscenios de Mahler para consagrar la vocación de un pueblo, que simplemente ama el arte. Lorca lo entendió. Él fue, en el romance y en el soneto, del mismo modo que “Helión fue en el hexámetro que la plañe”, escribió Borges
En el Abadía, la voz de una mujer se levanta estos días por encima de la entropía política de nefastos dirigentes, baratos surtidores de promesas incumplidas. He pensado en acercarme a pie tras una larga caminata jacobea a las puertas del teatro, como hizo el mismísimo Stanley Kubrick cuando recorrió andando el trayecto desde su casa familiar hasta el mausoleo de Sarah Bernart para honrar la memoria de la gran actriz. Tengo la suerte de que Núria Espert vive y vive feliz, tras el deber requete-cumplido. Su director, Lluis Pasqual recoge el fruto de muchas noches de insomnio pensando en los mil detalles de una obra. Por eso lo quiso Javier Solana para el Nacional y lo quiso también para la Comedie el ex ministro francés de Cultura, Jack Lang.
Cuando la puesta en escena resume el mundo, se impone el hilo invisible que nos une y que pende de la voz y el gesto de la Espert: “No me dejes perder lo que he ganado / y decora las aguas de tu río / con hojas de mi otoño enajenado...”.