Durante los últimos tiempos, desde que se popularizó entre los cinéfilos, Vida en sombras (Llorenç Llobet Gràcia, estrenada en 1948) actuó como esa rareza desde la que se podía tapar la boca a quien arremetiera contra la calidad del cine español en general y del realizado bajo el franquismo más autárquico en particular. Carlos (Fernando Fernán Gómez) fue desde entonces nuestro particular Scottie (el Stewart de Vértigo) gracias a esta parábola bastante siniestra sobre un hombre marcado por el hechizo del cine desde su nacimiento en una barraca de feria donde se presentaba el invento de los Lumière y, así lo daban a entender los planos, el haz de luz del proyector, como rayo de una nueva anunciación y potente semilla de la fantasía, se desparramaba sobre una mujer deseosa de engendrar un hijo.
En la ficción, la vida de Carlos, apasionado primero y luego profesional del cine, acabaría asemejándose a la que más tarde llevaría el también obseso Scottie, fijado en el trauma de una culpa --aquí la de haberse dejado llevar por la pulsión de filmar el estallido callejero de la Guerra Civil en Barcelona mientras en el hogar una ráfaga perdida terminaba con la vida de su esposa embarazada-- y de la idealizada imagen de una mujer muerta que lo paraliza durante años. Complejo no sostenido por el frágil happy end, que más allá de las apariencias lo mantenía literalmente preso en la enfermiza y complaciente circularidad, sumido en el goce de la repetición --que metaforiza el gran tambor del recurrente zootropo que puntúa el film desde el principio--.
Así Carlos, tras la revelación cinéfila y el shock psicoanalítico que le supone ver Rebeca de Hitchcock, asume su regreso a la vida y al cine después de delirar una sonrisa en la fotografía de su esposa muerta y visitar la tumba el día del inicio del rodaje de su primer film profesional. Film que, pronto comprendemos, se trata del que acabamos de ver, cuyos primeros planos regresan ahora desde las bambalinas del estudio. El círculo, el duelo y la autoconsciencia ganan finalmente la partida al relato y a la articulación de un sentido fuera del regodeo en el trauma.
María Dolores Pradera y Fernando Fernán Gómez en 'Vida en sombras'
La aparente extrañeza de Vida en sombras dentro del cine español de los cuarenta puede ahora empezar a disiparse gracias al trabajo que historiadores, restauradores y filmotecas llevan años materializando y que ha deparado últimamente un importante libro colectivo --coordinado por José Luis Castro de Paz y Rubén Higueras Flores en la editorial Shangrila-- y, en especial, la recuperación de las distintas versiones de la película (entre ellas la previa a la censura) y del apasionante trabajo amateur de Llobet Gràcia que aún se conserva (22 cortometrajes que, entre otras cosas, componen un bello fresco familiar, desde el feliz esparcimiento de Una azotea, en 1928, a la maestría rítmica y compositiva de La procesión pasa por mi calle, de 1954) en un pack de DVDs del sello Intermedio.
Esta nueva avalancha de información y documentos, a la vez que clarifica el contexto, densifica las implicaciones de una práctica fílmica como la de Llobet Gràcia, que nace en el fértil y pionero campo del amateurismo catalán y se frena en seco tras la primera aventura industrial a partir de la concatenación de adversidades administrativas: malos informes al guión, pésima calificación comercial una vez rodada (prohibida su exportación y estreno en locales de primera y segunda categoría) y escasas sesiones antes de su casi definitiva desaparición. Cuando la tímida resurrección se produce a partir de un pase, el 1 de mayo de 1973, en el cineclub de Sabadell, su ciudad natal, al cineasta retirado le queda poco tiempo por vivir y posiblemente no demasiadas ganas de regresar a aquella herida financiera y personal sufrida en el apogeo de su madurez creativa.
Isabel de Pomés, Fernando Fernán Gómez y Llorenç Llobet Gràcia en un momento del rodaje
Para acercarnos a la singularidad de Llobet Gràcia resulta necesario atender a las palabras de uno de sus mejores conocedores y de los que más han colaborado, desde aquella mítica ocasión de Sabadell, a recuperar y restaurar su legado, Ferrán Alberich, quien explica la rara vis autoconsciente y autorreferencial del director al relacionarla, en la más profunda intimidad de la persona, a las experiencias de aquellos niños que por primera vez se sentaron delante del cine cuando la máquina y el dispositivo se encontraban inextricablemente fundidos y cualquier potencial uso de ambos quedaba abierto a la imaginación. Es decir, cuando, como advierte Alberich, el “cine estaba a la altura del niño”.
En esa arcadia de las sinergias entre vida y cine se crió el amateur Llobet Gràcia, como un pequeño y poderoso demiurgo, atento a las aberraciones espacio-temporales que las imágenes filmadas y proyectadas pueden presentarse en feliz contraste con la insípida cronología de la vida real. Inquieto, a su vez, con el embalsamamiento fatal que el celuloide proporciona a lo que en él se impresiona, rastros redivivos en virtud de esa dimensión que Noël Burch calificó de “frankensteiniana”.
Que el cine es una siempre renovada fiesta siniestra de espectros lo comprendió cuando al poco tiempo de rodar su corto cómico Suicida (1934) la protagonista moría atropellada por un tren en una situación similar a las escenificadas en la ficción. La segunda ocasión, devastadora, cuando perdió a su hijo pequeño poco tiempo después de filmar Vida en sombras, donde el chico tenía un breve cameo, y donde habitaría para la posteridad y sin descanso su encapsulada huella sonora.
Un fotograma de 'Suicida' (1934)
No cabe duda de que la trastienda personal de Llobet Gràcia redimensiona en la actualidad un film ya de por sí mitificado por una cinefilia española que en su día admiró casi en secreto El sexto sentido (Nemesio Sobrevila, 1929) para encontrar su interlocutor generacional en Arrebato (1979) de Iván Zulueta. Llobet-Gràcia, por su parte, se refugió en el cine amateur después de la polisémica ruina de Vida en sombras, que en su día también contrariara a los puristas compañeros del cine no-profesional.
Allí completó algunas obras maestras --al hilo del cambio tecnológico, el paso de los 9’5 milímetros a los 16, y el advenimiento del color; también de otra llegada, la de una nueva hija-- como Plegaria a la Virgen dels Colls (1947), donde un atendido rezo de socorro frente a una sequía se traduce en un emocionante in crescendo rítmico que recuerda a Val del Omar y desemboca en fugaces impresiones a lo Jonas Mekas; El escultor Manolo Hugué (1945-1950), en la que se parte del impresionante cadáver del artista para proponer, en un significativo cambio de signo, que el cine revierta su tendencia mortuoria y revitalice sus poderosas manos creadoras; o Primera aventura (1950), cuando el color ya baña totalmente esta nueva “película autárquica de la familia Llobet Gràcia” centrada en los primeros pasos de la nueva niña, allí donde los cambios de planos y el vaivén de apariciones y desapariciones de los familiares subrayan el apogeo del movimiento de la vida y su rápido plegado en protoficciones.
'El escultor Manolo Hugué' (1945-1950)
Por último, y como contrapeso de la “singularidad-Llobet Gràcia” y la “extrañeza-Vida en sombras”, es preciso incidir en la loable “reconsideración de una obra maestra” que el historiador gallego José Luis Castro de Paz presenta ahora como colofón de sus escritos alrededor de los modelos expresivos y estéticos desde los que repiensa la tradición fílmica hispana. Y es que sólo una exposición desprejuiciada y un mejor acceso al cine de los años cuarenta podría acostumbrarnos a la voluntad autoconsciente y reflexiva, así como a la presencia de llamativos efectos deconstructores, habituales desde los orígenes de nuestro cine y que en la inicial resaca de la Guerra Civil parecen multiplicarse entre cineastas tan diversos como Rafael Gil, José Luis Sáenz de Heredia, Ramón Barreiro, Luis Lucia o Juan de Orduña.
Si a ello añadimos la proliferación de protagonistas paralizados por la melancolía, las fallas psicológicas, el desamparo de una orfandad real o simbólica, el duelo y la culpa (como los que pueblan el cine de Carlos Serrano de Osma, Ladislao Vajda, Antonio del Amo, García Ascot, Enrique Gómez…, y luego, especialmente, el de Erice o Regueiro) no hallaremos tan único al Carlos de Vida en sombras. Y tampoco, quizás, tan retrasada a una cinematografía en la que, como recuerda Castro de Paz, las secuelas de la Guerra Civil obligaron a escenificar de manera indirecta, audaz y pionera una crisis de la acción y del sentido equiparable a la que poco después, tras la Segunda Guerra Mundial, marcaría la modernidad del cine europeo y norteamericano.