En 1968, hace ahora cincuenta años, sucedieron cuatro acontecimientos de una trascendencia relativa para la historia de la humanidad, pero a los que diferentes colectivos, diferentes sensibilidades, atribuyen un peso específico en el relato de sus vidas particulares, y de sus iluminaciones colectivas. Fueron el mayo francés o la apoteosis del inconformismo juvenil; el asesinato de Bob Kennedy o de las ilusiones de cambio americanas; la primavera de Praga, o sea el frustrado intento de un socialismo con rostro humano; y el estreno de 2001, una odisea del espacio.

Ya oigo rezongar a Chuky, el muñeco diabólico que vive dentro de mí (pues, como ya he explicado alguna vez, no es verdad eso de que todos tenemos dentro un niño al que tenemos que cuidar: lo que tenemos dentro es un muñeco diabólico; el mío se llama Chuky, viste levita y plastrón, a veces se cubre con una chistera abollada, y de cara se parece mucho al político Juan Carlos Monedero). Masculla Chuky que es una frivolidad intelectual típicamente postmoderna poner al mismo nivel acontecimientos políticos que modelaron para bien o para mal la vida de millones de seres humanos con una película de ciencia ficción, aunque fuese ciertamente entretenida y a lo mejor incluso una obra maestra del arte evasivo.

Pero yo le respondo que, como esos izquierdistas de restaurante de cinco tenedores y masía en el Ampurdán que cuando les reprochas la incoherencia entre la rebeldía que predican y el pantuflismo en que viven responden "yo asumo mis contradicciones" y se quedan tan anchos, entiendo bien la tragedia de Praga y la comedia de París y el crimen de Los Ángeles y sus radiaciones hacia el porvenir, cuyo calor tóxico todavía podemos sentir, medio siglo después; pero lo que yo visito con periodicidad redundante es la película de Kubrick. En esa ficción futurista encuentro más sentido y belleza que en aquellas tragedias contemporáneas. No soy el único, a juzgar por el éxito internacional de la exposición de fetiches y memorabilia del cineasta que ahora ha llegado al CCCB. Y entre tantas escenas memorables la que más revisito en el teatro de mi mente y en la pantalla de mi ordenador es la larga secuencia de la vida a bordo de la nave Discovery donde viajan los astronautas Frank Poole y Dave Bowman, representantes de un tipo futuro de hombre técnico, capaz de afrontar situaciones de máximo estrés con impavidez, con autocontrol estatuario, sólo traicionando la tensión que padece por el ruido de su respiración un poco agitada dentro de la escafandra, en la soledad del silencio sideral.

Muchos, creo, recordamos a Bowman, en su pequeña cápsula esférica suspendida en el vacío frente a la nave Discovery, tratando de que le obedezca HAL 9000, el superordenador rebelde que ha asesinado a los demás astronautas y se ha hecho dueño absoluto de la nave; por la piel del rostro de Bowman se proyectan los dígitos y luces de los mecanismos de a bordo. Tiene el ceño fruncido, los claros ojos desorbitados, las aletas de la nariz tiemblan un poco, también los labios, toda su inteligencia concentrada en pensar la siguiente frase antes de formularla, de entender lo que está pasando, de encontrar una solución.

--HAL, abre las compuertas del puerto de las cápsulas... HAL, ¿me escuchas?... HAL, ¿me estás leyendo? ¿Me lees lo que te ordeno?... ¿Me lees, HAL?... ¿Me estás leyendo?... ¿Me estás leyendo?... ¿Oyes lo que te ordeno, HAL?

Todas estas preguntas punteadas por la imagen de la cápsula frente a la nave, ambas suspendidas en el silencio sobrecogedor del invierno espacial, hasta que por fin el ordenador se digna a responder en su tono monótono, educado, desprovisto de emoción:

--Afirmativo, Dave, te estoy leyendo.

--Pues abre las compuertas del puerto de las cápsulas.

--Lo siento, Dave. No puedo hacerlo.

--¿Qué problema hay?

 --Creo que sabes tan bien como yo qué problema hay.

[...]

--HAL, no voy a discutir más contigo. ¡Abre las puertas!

--Dave, esta conversación ya no tiene ningún sentido. Adiós.

Todo el suspense está en las pausas y las repeticiones. Poesía rítmica.

Recordará el lector que Bowman no se resigna a los designios letales del superordenador y que recurrirá a todos su recursos físicos y mentales para superar una situación tan pero que tan apurada y demostrar --es cuestión de vida o muerte-- que la inteligencia del hombre está aún por encima de la inteligencia artificial.

Qué película. Cuántos detalles fantásticos. Qué bien debieron de pasárselo Clarke y Kubrick durante los largos meses en que estuvieron cotejando ideas, puliendo cuidadosamente el guión de su obra maestra. Aquello sí que fue una relación simbiótica maravillosamente creativa, y no lo mío con Chuky.