Con Mercedes Monmany --barcelonesa de Madrid, autora de Por las fronteras de Europa, entre otros méritos-- estuve la otra noche en el Círculo de Bellas Artes viendo Barcelona, la película de Whit Stillman, que en el momento de su estreno, en 1994, pasó sin pena ni gloria. En el posterior cinefórum, Monmany estuvo inteligente, documentada y precisa como siempre. Yo, también como siempre, divagué un poco, recordé que conocí a Stillman en una fiesta en la terraza de casa del fotógrafo Gregori Civera, en el barrio chino, cuando el americano estaba localizando escenarios para esa película, y charlamos un poco bajo aquel gran plátano, a la luz de los farolillos. Se oían los petardos de la noche de San Juan. Veíamos los resplandores de una hoguera. El aire estaba impregnado de una humedad y una insoportable nostalgia solsticial. Stillman por lo poco que recuerdo de aquella noche (era el año 92, el año de las olimpiadas) era un tipo cool donde los haya. Era él mismo un personaje de película o de novela de Henry James sobre americanos de alta sociedad en Europa. Luego la película no es gran cosa y pasó sin pena ni gloria aunque tiene diálogos ingeniosos, momentos divertidos de un humor, dijo la crítica, lejanamente parecido al de Woody Allen.

Pero no al catastrófico Woody Allen de Vicky Cristina Barcelona, un disparate que también tuve el placer de ver precisamente en Madrid, hace diez años justos, no en el Círculo de Bellas Artes sino en un cine Princesa, cerca de la plaza de España; en aquella sesión toda la platea se lo pasó fenomenal, riéndose no con sino a costa de las inverosímiles andanzas de Vicky y Cristina, turistas americanas enamoradas en Barcelona como por un reportaje de Vogue, incluida la terraza de la Pedrera. Un desastre colonial. Allen había filmado un lustroso spot publicitario en honor de la que antes, si no querías repetir otra vez la palabra Barcelona, podías decir la Ciudad Condal. Por cierto que el coproductor de ese ridículo, Jaume Roures, me puso (y perdió) un pleito por el comentario que publiqué en El País bajo el título La postal más cara del mundo.

Como fabulación sentimental y amorosa y como tributo a los encantos de la ciudad, la Barcelona de Stillman es sensiblemente mejor y más honesta. Stillman refleja sus experiencias y sus recuerdos de la larga temporada que pasó viviendo en la Ciudad Condal a finales de los años 80 y principios de los 90, la dulzura de las tibias noches de verano, las impresiones que le causaban nuestras formas de relacionarnos, especialmente la disponibilidad festiva y erótica de la juventud, muy chocante para él, que venía de una América más puritana. Viendo la película, viendo Barcelona, especialmente los interiores de los pisos decorados con réplicas de mobiliario de firma de Santa & Cole, y en los exteriores el patrimonio arquitectónico del modernismo --por ejemplo, el protagonista es internado en el hospital San Pablo, asombrosa apoteosis formal de Domènech i Montaner--, el espectador siente un extrañamiento muy curioso; como por diferentes motivos a lo largo de los años he ido repetidamente al hospital de San Pablo, esperaba verme aparecer en la película en cualquier momento, cosa que no sucede, acaso porque Stillman en la sala de montaje cortó mis apariciones considerando que no aportaban nada al relato, y ya se sabe que en cine, como dijo Hitckcock, todo lo que no suma, resta. Sigo estando en la película, pero ya sólo como fantasma invisible.

Esa Barcelona postolímpica y decorativa de Allen y Stillman, con su exotismo higienizado y pasteurizado, la encuadro en el fenómeno general de la destrucción de las ciudades y el asesinato de su genius loci a manos del turismo. Venecia, Praga, Barcelona, ahora Lisboa. Platós para películas banales de amoríos juveniles norteamericanos. Sólo se salvan las más grandes, París o Londres, gracias a que sus colosales dimensiones pueden absorber plagas y plagas de langostas.

Esa Barcelona de Allen y Stillman es a la vez entrañable (Barcelona, una discusión entrañable, se titula el libro que Pla dedicó a la Ciudad Condal, reducida a las pensiones en que se alojó, la facultad en que estudió y la biblioteca y las tertulias del Ateneo que frecuentaba) y repelente y fría. Sigue pareciéndome más cercana y verdadera la que retrató en blanco y negro Julio Coll en sus películas policiales de finales de los años cincuenta: Un vaso de whisky, Distrito Quinto, Apartado de correos 1001... Aún así la de Stillman no es tan rematadamente floja como en su día me lo pareció. Quizá yo era más exigente entonces, quizá me he vuelto más tolerante, o quizá en el absoluto olvido en que ha vivido desde entonces, como el vino en la oscuridad y el silencio de las bodegas, Barcelona ha ido por sí sola mejorando con los años.