Según las opiniones, la nueva serie de Netflix, Maniac, es una extraña y fascinante historia de amor ambientada en un futuro cercano o una memez pretenciosa para modernillos. Confieso que me estuve debatiendo entre ambas descripciones durante los diez episodios de la serie, pero al final acabé decantándome por la primera opción, tal vez porque hay algo muy entrañable en la peculiar pareja que componen Owen y Annie (Jonah Hill y Emma Stone, ambos en un registro muy distinto al habitual) y porque el amor entre frikis es algo que siempre me resulta atractivo (¿será porque me afecta directamente?)
Versión norteamericana de una serie noruega, Maniac está escrita, principalmente, por Patrick Somerville y realizada en su totalidad por Gary Fukunaga --que ahora introduce el vocablo Joji entre el nombre y el apellido--, el hombre que dirigió True Detective, cuya segunda temporada soy el único en creer que no era tan mala como todo el mundo se puso de acuerdo para decretar. La protagonizan dos pobres desgraciados: Annie se cargó a su hermana pequeña en un accidente de tráfico y, desde entonces, anda por el mundo sin rumbo y automedicándose (su padre opto por meterse en una casita enana en el jardín de su residencia y no volver a salir); Owen, esquizofrénico diagnosticado, es la oveja negra (o el hijo tonto) de una familia de Nueva York con posibles de la que no quiere saber nada (entre otras cosas porque pretenden que mienta en un juicio por violación contra su hermano, que no es más culpable porque no entrena). Ambos coinciden en un experimento de una nueva droga de unos siniestros laboratorios farmacéuticos controlados por los japoneses. Y, de la manera más absurda (como todo en sus vidas), surge el amor, que salta constantemente de la realidad a las situaciones mentales imposibles en las que los coloca el producto en fase de pruebas. Genuinos cobayas humanos, Annie y Owen se apuntan al experimento por distintos motivos: Annie necesita dinero para drogas y a Owen lo acaban de echar de su último trabajo de mierda (una vez más) y no sabe dónde meterse.
Hay en Maniac amor, humor, futurismo pesimista y una reflexión sobre el sentido de la vida (o su falta de tal). Tiene grandes momentos junto a otros que parecen no llevar a ninguna parte. Es irregular, pero puede enganchar al espectador algo rarito (yo mismo), siempre en busca de nuevas vueltas de tuerca a los temas fundamentales de la existencia. Emma Stone está muy bien, lejos ya de ese musical cursilón que fue La La Land, pero es Jonah Hill quien se lleva el gato al agua: ha perdido peso, pero en vez de estar delgado tiene pinta de ex gordo, y transmite la angustia, la pérdida y el desamparo de su personaje de manera impecable (quien lo recuerde de El lobo de Wall Street y algunas comedias lerdas se llevará una grata sorpresa).
A unos les ha encantado Maniac. Otros la han encontrado abominable. Yo me he quedado en medio, aunque escorado ligeramente hacia la primera opción. Es una rareza, sin duda alguna. Pero las rarezas son muy necesarias en el mundo de la ficción y a uno le encantan. Ni la recomiendo ni la dejo de recomendar, pero me parece una propuesta muy particular, muy arriesgada y muy rara. O sea, que en el fondo sí que se la recomiendo. Aunque tampoco me tomaré a mal que la abandonen en el segundo episodio: yo mismo estuve a punto de hacerlo.