“Me gusta el concepto de España y creo en él”. Es una frase del cineasta Isaki Lacuesta y también es un buen lenitivo para cualquier día, al levantarte y sentir la punzada del procés, como un permanente dolor de muelas. Uno, humildemente, piensa lo mismo que el director de cine recién laureado con la Concha de Oro en el Festival de Cine de San Sebastián, que respalda su argumento en la Yugoslavia unida del pasado, como un escenario más complejo y creativo comparado con el conjunto de repúblicas bálticas garrulas, gritando al unísono su recuperada o inventada independencia.
Podríamos añadir que su lamento patrio va camino de convertir a Cataluña en la Pútrida patria (Anagrama) de Sebab y de ser contemplada con desesperanza por un nuevo Joseph Roth, aquel escritor que se rebeló contra el troceo de Austria-Hungría: “Yo viví en un palacio y ahora me ofrecéis la cueva”, al regresar a la Galitzia judía y triste y polaca de sus primeros años. “Construir comunidades”, así lo remata Lacuesta. “Qué mejor para un gerundense que compartir paellas con un gaditano”, se le escapó entre los primeros abrazos de su segunda Concha de Oro por Entre dos aguas, un trabajo intransferible en el que se cuelan restos de una trayectoria recurrente en cuanto a temas de fondo. Y la continuidad de su La leyenda del tiempo, mezcla de documental y ficción que relataba los sueños de dos hermanos gitanos.
Ahora aquellos niños han crecido y sus anhelos se han visto frenados por un país de duro entorno económico y social. Son una foto-robot de nuestra maltrecha juventud tras años de castigo por parte del Estado --más liquidador que protector-- que sobreviven retenidos por falta de alternativas frente al mar de San Fernando (Cádiz); exiliados interiores de un país que los obvia.
Lacuesta ya dio un recital con Los pasos dobles, aquella película mal digerida por la crítica y maltratada por la prensa, que le situó en el centro de la mejor plástica contemporánea protagonizada por el pintor Miquel Barceló y que fue premiada en 2011. El director catalán estudió Comunicación Audiovisual en la Universidad Autónoma de Barcelona y realizó el máster en Documental de Creación de la Universidad Pompeu Fabra. Aunque su currículo académico no viene al caso, porque despegó muy pronto con Cravan vs Cravan, la mejor ópera prima de la década debutante del 2000. Enseguida le siguieron La leyenda del tiempo (2006), Los condenados (2009) y La noche que no acaba (2010).
La obra hecha de Lacuesta, tras sus últimas entregas, le ha convertido en un narrador de la gente que vive en los márgenes, ha consagrado la otra crítica, la radical de los excluidos. El director de Girona estuvo fuera de concurso por Murieron por encima de sus posibilidades. Merecían sobrevivir si queremos salvar a España. ("¿Merece la pena?" se pregunta). Ahora, su regreso le saca la espina y le corona como uno de los grandes autores españoles. Iguala también a históricos que lograron dos veces la Concha de Oro como Francis Ford Coppola, Arturo Ripstein y Bahman Ghobadi. Y le une a los españoles con el mismo doblete, como Imanol Uribe y Gutiérrez Aragón.
Lacuesta es, sin palabras, la elocuencia del cine de autor. Ofrece un flanco cassavetiano, propio del inimitable John Cassavetes, que murió de cirrosis en febrero de 1989, cuando tenía 59 años. Fuera de los círculos de los jóvenes cineastas estadounidenses (donde era, sencillamente, Dios), el director de Shadows era casi un desconocido. La exhaustiva biografía, Cassavetes por Cassavetes, editada en España por Anagrama, reunió muchas de sus peripecias intelectuales; en aquel libro, Ray Carney recopila textos, entrevistas y declaraciones de un cineasta puro que inventó su modelo y lo llevó contra viento y marea, bajo este enunciado: “como artista que soy, me atrevo a fracasar”.
Algo casi retorcido debe emparejar a Lacuesta con la experiencia juscobutista del director neoyorquino. Y es el engagement estético de un hombre que desapareció tas los elixires mágicos de los psicotrópicos. Aunque se adivina que nuestro mago de la imagen y la voz vive las otras vidas de sus maestros con la absoluta distancia de creador racionalista.
De la cabeza de la hidra cassavetiana surgió un grupo de cineastas independientes que reclamaba la herencia de los setenta y se dirigía a una audiencia madura, tanto por su edad como por sus ambiciones intelectuales. Ahí se distinguen John Sayles (Passion Fish, 1992; Lone Star, 1996), Ang Lee (El banquete de boda, 1992; Sentido y sensibilidad, 1995), los hermanos Coen (Muerte entre las flores, 1990; Fargo, 1995), Spike Lee (Fiebre salvaje, 1991; Girl 9, 1996) y Edward Burns (Los hermanos McMullen, 1995; Ella es única, 1996). Y llegaron a alcanzarles los inabarcables George Lucas y Steven Spielberg con su monumental blanco y negro: La lista de Schindler (1993).
Esta vez en San Sebastián el cine español completó su presencia en el palmarés con el premio al Mejor Guion compartido entre Louis Garrell y Jean-Claude Carrière, conocido en la intra-industria de cinemateca como el injusto apelativo de haber sido el mítico guionista de Buñuel. Pero, en honor a la verdad, la cansina cultura de cinemateca, marcada por su provincianismo internacionalista, parece desconocer que Carrière ha tenido un amplio recorrido en el cine negro francés, y en el nouveau roman de Alain Robbe-Grillet. Ha sido miembro de pleno derecho de la generación de intelectuales, emergidos en la Francia del medio siglo, con la nouvelle vague cinematográfica, auténtica rebelión contra la ortodoxia en todas las artes. No importan los años sino los enfoques, como lo vio en su momento . Cahiers du Cinéma) --fundada en 1951 por André Bazin-- cuando publicó al finalizar aquella década a François Truffaut, Jean-Luc Godard, Jacques Rivette, Éric Rohmer o Claude Chabrol, y sobre todos ellos su precursor Jean Pierre Melville.
La vindicación de Lacuesta en la Concha ha sido una victoria con la que el cine español demuestra su buen momento. Su trabajo entorna su vocación de realismo absoluto contando la problemática supervivencia de un hombre que acaba de salir de la cárcel y que es carne de suicidio. La mejor crítica lo ha desmontado una vez más, pero con pericia sigilosa en esta ocasión; y con esta enmienda a la totalidad: el excesivo afán de autenticidad y el sobremetraje habitual en sus películas. Y, otra vez más, los muy del morro fino del último San Sebastián aprovecharon para hablar maravillas (otra garbanzada anual) de las cintas fuera de concurso: las deslumbrantes Cold War y Roma, y de la sospechosa desaparición de Muerte entre las flores, o los hermanos Coen en ebullición.