El azar nos situó en la oscuridad, frente a París 1900 de Nicole Vedrès, en 2007, en el Filmmuseum de Viena. La película --en teoría una recolección, un puzzle de actualidades entre 1900 y 1914, compuesta poco después del fin de la Segunda Guerra Mundial-- había sido una de las elegidas por Chris Marker dentro de la “carta blanca” que le propuso dicha filmoteca, lo que fue aval cinéfilo suficiente para enfrentarse a la cineasta desconocida.
De aquel pase originario quedaron los trazos del asombro (ante las imágenes en movimiento de Monet, Renoir, Tolstoi, la Bernhardt o, en un temblor, visto y no visto, Apollinaire), la vaga idea --oscurecida por la rápida voz en off francesa de Claude Dauphin y los no menos veloces subtítulos en alemán-- de una rara sabiduría en el cosido dialéctico de imágenes y sonidos, y una llamativa secuencia de la que más tarde, cuando accedimos a la secreta fama de Vedrès, supimos alimentaba a las generaciones de espectadores desde hacía décadas.
En ella, un pobre hombre casi inmovilizado por un artilugio artesanal que remedaba las alas de un negro murciélago, se subía al primer piso de la Torre Eiffel para poner a prueba su invento en el contexto de la aeronáutica pionera. Hace frío, parece muy temprano, y su aliento caliente proporciona durante unos tensos segundos la única fuente de micromovimientos que despegan a la imagen de la fijeza.
Resulta evidente que el hombre finalmente no quiere saltar, que ha comprendido que le espera una muerte segura, pero el público, y la novedosa cámara que lo graba para la posteridad, generan una invisible presión. Tras dos cortes, dos relámpagos que lo muestran caer, nos informan de que el pájaro humano dejó un agujero de 14 centímetros de profundidad en el césped que rodeaba la base del por entonces polémico monumento.
Nicole Vedrès (París, 1911-1965)
Marker, que años más tarde amplificaría en Level Five (1997) esta idea de la coacción de la cámara a partir de la joven suicida de Okinawa, a la que un cruce de miradas con el objetivo que espía sus trágicas dudas al borde del acantilado condena al gesto definitivo, dijo haber comprendido de la mano de Vedrès que el cine no era incompatible con la inteligencia. De igual manera gracias a ella, que a la probada herencia de soluciones teatrales, pictóricas o narrativas que se fundían en el crisol del nuevo arte, había que añadir la del ensayismo, esa libertad del escritor en la asociación de ideas que en el cine recaía en el montaje, articulación de lejanías, bisagra entre presencias y ausencias que promueve la revelación de una verticalidad en el galope de los planos hacia su ocaso.
En Les feuilles bougent, artículo de 1948 que hace poco recuperaba la revista Trafic, la propia Vedrès reconstruía su intención a la hora de colocar el fatídico salto justo en ese lugar del film, cuando las actualidades se iban tiñendo de luto ante la amenaza de la Gran Guerra. Allí comenta que ante la falta de imágenes del asesinato de Jean Jaurès, sus visionarios gritos de alarma frente a la destrucción que se avecinaba quedaron reemplazados por la insensata actitud de este hombre cuyo saber sobre lo que le iban a deparar sus decisiones no le hizo recular ni renunciar a ellas.
Así, justo después de unas enrarecidas vistas de la plaza de la Ópera tomadas en el eclipse de 1912, el hombre-murciélago y su rendición a la gravedad llegaban para fijar el símbolo de una humanidad con vocación suicida. Hay que añadir que toda la rememoración se producía en la Francia recién liberada, ante los atentos ojos de Alain Resnais, aquí ayudante de realización.
El hombre pájaro de 'París 1900' (1947)
Aunque haya comenzado el rescate de sus libros, artículos en prensa (en el Mercure de France, sobre todo), intervenciones radiofónicas y, especialmente, televisivas (el programa Lecture pour tous, que la convirtió en un rostro popular), y su pequeña filmografía --compuesta, además de por París 1900, por La vie commence demain (1950), que cruzaba los pasos ficcionales de Jean-Pierre Aumont con los de Sartre, Labarthe, Picasso o Le Corbusier en un clima de parábola humanista adornada con la cálida ironía marca de la casa, y dos cortos apasionantes, igualmente tensados entre la fuerza del pasado acumulado y la potencia del futuro, Amazone (1951) y Aux frontières de l’homme (1953), junto a Jean Rostand-- Nicole Vedrès sigue siendo una incógnita no del todo despejada, más allá de su celebrada pertenencia a la nutrida lista de perspicaces intelectuales de Saint-Germain-des-Prés. Y sobre todo lo es en el mundo del cine, al que renunció sin excesiva pena una vez aceptado que el salto del archivo a la ficción, que la vida paralela de los trabajos en la ortodoxia industrial, era incompatible con la cotidianidad de una madre trabajadora a la que le resultaba mucho más cómoda la dinámica de la naciente televisión.
No debe olvidarse, sin embargo, que Vedrès, cerebro en ebullición, metralleta discursiva de genial talento, fue pionera del cine-por-otros-medios, y si bien su filmografía quedó interrumpida antes de tiempo, la tarea que se impone --y que algunos historiadores como Bernard Eisenschitz llevan tiempo realizando-- es la de recomponer su influencia dentro del grupo de intelectuales que desde la posguerra francesa marcaría los ritmos de la modernidad cinematográfica en la segunda mitad del XX. Es decir, tan fácil o tan difícil como incluir a una mujer entre Langlois, Sadoul, Malraux, Bazin o Marker. Puede que la argamasa definitiva entre la Cinemateca, la Historia, el Museo Imaginario, el Realismo y el Ensayo.
Con sus libros ilustrados, primero Un siècle d’élégance française (1943) y, dos años más tarde, tras ordenar el fondo fotográfico de Langlois, el fundamental Images du cinéma français, Vedrès inaugura una carrera de documentalista plástica, donde texto e imágenes establecen nuevas constelaciones según una mise-en-page que antecede a la futura mise-en-scène fílmica.
Como advierte Eisenschitz de la segunda de estas publicaciones, esta forma de montaje supuso el primer intento de dar a luz una historia del cine mediante imágenes reagrupadas por intuiciones poco evidentes, siguiéndose el impulso de la cronología, pero al mismo tiempo que se la sometía a unos encuentros que marginaban la compartimentación del cine en géneros y estilos, y lo abrían a las implicaciones propias de la resonancia y el eco.
De este modo, por ejemplo, una página ponía en vecindad un plano medio de Michel Simon en L’Atalante de Vigo y otro de un murciélago de rasgos faciales asombrosamente parecidos a los del actor en un film contemporáneo de Jean Painlevé. Nadie podrá decir nada mejor sobre la incorregible animalidad de las actuaciones de Simon ni la naturaleza indómita y vampirizante de Père Jules en la obra maestra de Vigo que Vedrès con esta frágil rima visual.
Tampoco, igualmente, de la poesía surrealizante y las alocadas personificaciones del cine científico de Painlevé. Images du cinema français, que acumula, en la deliciosa prosa de la autora, agudas reflexiones sobre la evolución del cine francés desde la magia de Méliès y el burlesco a la poesía de la primera vanguardia y el frente popular, representa el olvidado germen de la fundamentación del luego influyente paradigma realista-fantástico (que arranca en los Lumière y pasa por Perret, Feuillade, Painlevé, Epstein, L’Herbier…), horadaciones a partir de lo cotidiano que provocan en Vedrès la necesidad de tantear por primera vez, y mucho antes que Godard, aquello que “sólo el cine” puede ofrecer.
Tampoco, igualmente, de la poesía surrealizante y las alocadas personificaciones del cine científico de Painlevé.
Habrá, entonces, que pensar también en Vedrès siempre que se haga en Langlois como democratizador del gusto, nivelador de la valía de todos los films y programador de sesiones de Cinemateca que se reapropiaban de la fuerza de la metáfora, de la comparación, al proponer (o delirar) viajes de una película a otra. En ella, también, cuando notemos que el cine queda abierto a la literatura en tanto que la palabra adquiere el poder de colorear, taladrar, penetrar y hacer contemporáneos nuestros a las viejas tomas del ayer --de aquí Resnais, Marker y tantos otros después de ellos--. Asimismo, al asumir que la soledad del escritor, su callada labor, tiene su verdadero paralelo en los desvelos del montador, cuya noción de escritura, en su búsqueda de pasajes e intercambios desacostumbrados, suele representar casi siempre un atentado contra las bellas maneras de la prosa.