Unos misiles --lanzados no se sabe por quién-- acaban con el planeta Tierra tal y como lo conocíamos. En la ciudad de Los Ángeles, unos pocos privilegiados --entre millonarios que han comprado su salvación y sujetos seleccionados cuidadosamente por una extraña entidad llamada La Cooperativa-- logran ser conducidos a una especie de refugio subterráneo --el exterior ha quedado inhabitable-- controlado por dos señoras muy inquietantes a las que dan vida Sarah Paulson y Kathy Bates, parte de la compañía estable que protagoniza la serie American Horror Story, cuya octava temporada, Apocalypse, que empieza como les acabo de contar, emite actualmente el canal Fox.
Me confieso un seguidor apasionado de American Horror Story desde su inicio en 2011, gracias, en gran parte, a la muy perversa mente de su creador, Ryan Murphy, quien ya me atrapó en 2003 con una de sus primeras series, Nip Tuck, fábula cruel sobre la sociedad actual ambientada en el mundo delirante de la cirugía plástica. American Horror Story se esfuerza --y lo consigue a menudo-- en trasladar al espectador un miedo más profundo y desagradable de lo habitual en el género. Las historias del señor Murphy se te meten dentro y te dejan un mal cuerpo tremendo. Unas temporadas están más logradas que otras, pero el nivel medio se mantiene alto con esa mezcla habitual de horror psicológico, grand guignol decimonónico y humor grotesco.
Personalmente, mis temporadas preferidas son la segunda, Asylum --ambientada en un manicomio dirigido por una monja demente, Jessica Lange--, la sexta, Freak show --situada a finales de los años 50 en un circo de fenómenos controlado por una cantante sin piernas (de nuevo la señora Lange), capaz de interpretar una estupenda canción de David Bowie, Life on mars, que no sería compuesta hasta principios de los 70-- y la séptima, Cult, sobre una secta tenebrosa y sus planes para hacerse con el control de Estados Unidos. Cult daba un mal rollo tremendo y ganas de abandonar el visionado lo antes posible, por motivos de salud mental, pero uno se tragó todos los episodios precisamente por eso, porque la presión psicológica de la historia era brutal, pero también fascinante. Lo dicho, cuando acierta, el señor Murphy te mete el miedo en el cuerpo.
De momento, no lo está logrando en la octava temporada de la serie, Apocalypse, una trama algo confusa en la que se mezclan el fin del mundo con una posible reconstrucción del mismo a cargo de la misteriosa asociación La Cooperativa, que parece tener ciertas conexiones con el satanismo y otras fuerzas del mal. Pero uno se traga disciplinadamente el episodio de cada semana, incapaz de prever a dónde lleva todo eso, pero deseoso de que se lo sigan explicando. Asomarme al cerebro del señor Murphy me daría cierto vértigo, pero dice mucho sobre la época que vivimos el hecho de que alguien que antes nunca hubiese salido del underground sea ahora un creador al que se rifan las grandes compañías de la televisión de pago. O, como decían los romanos, O tempora, o mores, si se me permite el latinajo.