Puede que finalmente Daria haya completado la fatídica encomienda paterna, la de “satisfacer la imbécil vanidad de un muerto”, y al poner en circulación la breve pero intensa herencia fílmica de Jacinto Esteva la injusta deuda se haya clausurado para siempre, aunque ahora que se puede ver todo –del film comprometido (Notes sur l’emigration. Espagne 1960), y del trance kiarostamiano (Autour de salines, 1962) a sus postreras ficciones Después del diluvio (1968), Metamorfosis (1970), Le fils de Marie (1971) y parte del material rodado en sus viajes-fugas en África–, las dudas, como las lágrimas o las bestias, no hagan sino agolparse, no para modificar el estatuto de cineasta impar dentro del cine moderno español, sino en relación al lugar que ocupó y debería ocupar entre los creadores de formas cinematográficas.
La doxa alrededor de Esteva no ha variado demasiado desde la aparición del esclarecedor y amargo El encargo del cazador (1990), autopsia documental a cargo de Joaquín Jordá, cómplice y amigo –coautor junto a Esteva de Dante no es únicamente severo (1967), es decir, del film-manifiesto de la Escuela de Barcelona–, que ejecutaba entonces travellings a la manera de Resnais para empañar los cristales de la calculada memoria de la gauche divine.
Jacinto Esteva en uno de sus viajes a África
Allá por los noventa, para Ricardo Bofill, que reaparece en los extras de estos dvds con similar discurso, Pere Portabella y un par de psiquiatras que lo trataron, Jacinto Esteva representaba al eterno adolescente, al poseedor de un talento en bruto nunca del todo madurado y que sólo pudo ofrecer destellos de genialidad antes de caer en el pozo de las adicciones y el alcoholismo. En su caso, la feliz inconstancia del amateur, la multiplicación de los intereses interrelacionados (dibujo, pintura, arquitectura, cine), parecían haberse vivido con la tremenda angustia del que no logra profundizar en nada.
Pasado el tiempo, ambos cineastas, Esteva y Jordá, han quedado como misteriosamente entrelazados, y resulta curioso advertir que parte del mejor cine del segundo, aquel que afrontara después del ictus –Monos como Becky, Veinte años no es nada, Más allá del espejo…– rima en muchos aspectos con el de Esteva, con sus excesos y negligencias, también con su potencia anarquizante y la asumida labilidad entre lo real y lo imaginario como fuente de un ver y un escuchar la “tierra de nadie”, esa vibrante bisagra entre mundos posibles que suelen presentir los atacados de una especial hiperestesia.
Un fotograma de Lejos de los árboles (1963)
Hasta ahora, el film para situar a Esteva en el mapa era el justamente famoso, clásico del malditismo hispano, Lejos de los árboles (1963-71), inolvidable reunión episódica (de la procesión de la Virgen del Rocío a los toros de Denia, pasando por las posesiones demoníacas de Lalín, el despeñamiento de un burro o el entierro de una abadesa, entre otras estampas más o menos folclóricas) donde la virtual dimensión crítica del retrato de un país atrasado, supersticioso y bárbaro en tiempos de aperturismo iba poco a poco agujereándose, dejándose ir –eso fue Esteva, una deriva, una cuesta abajo–, hasta transformarse en el esquivo reflejo de la fascinación de un cineasta por una “antropología otra”. Un diagrama donde lo lúdico y lo surreal definían una dimensión política difícilmente circunscribible a un contexto histórico concreto, lo que ya entonces lo separó de la vía Portabella, donde si el rigor estructural y el arte del contrapunto no se manifestaban menos estéticos, quedaban amparados por un explícito anhelo de intervención político-social.
Como han puesto en claro historiadores como Luis E. Parés, con Lejos de los árboles Esteva reanudaba algo de lo interrumpido en el cine de la República, proyectándolo, reincorporándolo subterráneamente, sobre las prácticas fílmicas que pronto florecerían durante la Transición como nuevas fórmulas desprejuiciadas de acceso a lo real (de la ficción, Vivir en Sevilla, de Pelayo, por ejemplo; al documental, Después de… de los hermanos Bartolomé). Así, si bien el film no era ajeno al efectismo desvergonzado de un Jacopetti, en su núcleo se establecía un reencuentro con el Buñuel de Las Hurdes, es decir, por un lado, con un crudo naturalismo que arribaba a las ideas desde el impulso de la atracción, en tanto que disrupción entre planos y agresión al ojo que mira; por otro, con las lúdicas revelaciones de lo falsificado, de lo reconstruido bajo los designios de una hipérbole transgresora que se regodea en no medir las implicaciones de su retórica.
Francisco Viader y Francisco Rabal en Después del diluvio (1968)
El tema de la pulsión, de los afectos desencadenados, y el que alimenta la gran paradoja de Esteva, el de la reclusión en lo inhabitable, se repetirán en sus films más difíciles de encontrar hasta la fecha, Después del diluvio, Metamorfosis y Le fils de Marie, caídos a la forma con parecido afán expresivo: el corte-hachazo que separa dimensiones conciliables sólo oblicuamente, por pasajes estrechos, sin alumbrar una verdadera comunión, o el reencuadre que busca lo intolerable, lo que quema, contrafigura de la belleza fugaz, hasta inocente, con la que comparte planos sin que nada pase, sin que el mundo se detenga por ello. Podría así decirse que el entomólogo Buñuel tuvo un hijo cazador de imaginación cruel y corazón ancho.
Vistas las películas, no supone dificultad alguna comprender que ni la industria ni el establishment cultural quisieran saber mucho de Esteva, a lo que podría haberse acogido el cineasta, y de hecho lo hizo en algún lugar de su autodestruida conciencia, para sentirse marginado o arrinconado. No obstante, lo que este cine pone en escena es precisamente una huida, un deseo de borrado, que desemboca, como con naturalidad, en el material africano –los documentales inacabados en Mozambique y el Congo–, especie de doble, ya sí alucinado y herido de nigromancia, del dudoso empeño regeneracionista de Lejos de los árboles. Aunque se entienda e incluso comparta la ardua tarea emprendida por parte de herederos y excompañeros de profesión, en el fondo no queda aquí nada que recuperar ni que montar, resta el jirón, la promesa, el vestigio abandonado de los únicos lugares en los que posiblemente la persona –y el cineasta– fuera feliz.
Romy entre cerdos en Metamorfosis (1970)
Habría, quizá, que probar a colocar a Esteva en ese batallón de sombras que llegó a proponer un no versátil y destructor para el cine. Fue, como se sabe, un grupo heterogéneo y con distintas motivaciones, y allí tendría que respirar el mismo aire que Marguerite Duras, Isidore Isou o Jean Eustache. Al igual que el Robert Walser de postrimerías se atrincheró en su particular Bleistiftgebiet –literalmente “la provincia del lápiz”– antes o durante la entrega de su cordura, Jacinto Esteva, harto, a grandes rasgos, de casi todo, regresó al lapicero y renegó de la representación a partir de una pintura orgánica sobre la que terminaba disparando como sobre los elefantes, subido a un afín gesto estético-ético-ecológico que ya casi nadie comprende.
En su particular Nick’s movie, aquel mediometraje televisivo sobre pintores –El sueño (Benito Rabal, 1985)– hoy bastante inimaginable, aquel anciano de 49 años expresó una impracticable ambición de futuro que no obstante suturaba de manera retrospectiva su herida de arquitectura y cine: “nunca más impondré un espacio a nadie”. Algo de este ideario de postrimerías ya resonaba, sin embargo, en sus inaugurales imágenes granosas y desenfocadas sobre la Chanca, en Almería, en 1960, delante de aquellos niños condenados por el subdesarrollo a, en el mejor de los casos, salir por piernas.