Hay algo de poesía salvaje en todo el cine de Eloy de la Iglesia (Zarautz, 1944–Madrid, 2006). Incluso en él mismo: una rara combinación de rigor y militancia comunista, de hedonismo y homosexualidad, de marginalidad y chutes de heroína. A lo largo de cuatro décadas, apostó su talento en trasladar el realismo de lo visual a lo coloquial en un contraidioma de escenas de calle, con lirismo de jeringas y violencia, de amor y suburbios, de amistades feroces y síndromes de abstinencia. Como un espacio en fuga para los biempensantes. Así cuajó un lenguaje propio, que es hoy, en su mayoría, una orla de muertos lampiños. Un álbum de gente quieta como un frío.
Pionero de sí mismo, jefe de expedición de su propia aventura, De la Iglesia se instaló en el mundo del cine en esa frontera que le llevó a ser un Pasolini en Cañorroto o un Fassbinder en El Raval, sin dejar de ser él mismo. Su elegancia estuvo en su disidencia, en el silencio de su educada transgresión, en su buscada marginalidad de señor bien informado: “Siempre ha habido en mí una osadía que, más que osadía, ha sido insensatez”, declaró a su vuelta a la profesión trece años después de rodar La estanquera de Vallecas (1987), tiempo en el que afiló su vocación de abismo. Entonces le trajo de vuelta una versión de Calígula de Albert Camus para Estudio 1 de TVE. Pura dinamita.
Él, que se situó siempre en los márgenes, se coronó con el cine quinqui, aunque antes pisó otros géneros como quien atraviesa un campo de minas. Algunas de sus películas llevan mal los años –la narración caótica, la tosca filmación, las renuncias comerciales–, pero, quizás, hay que volver a ellas para mirar las grietas de la historia reciente de España, aquel país del que Gil de Biedma se lamentaba en una sextina prodigiosa: “De todas las historias de la Historia,/sin duda la de España es la más triste,/porque termina mal”. Así, filmó las atrocidades de su sociedad, la corrupción política y la represión sexual, al tiempo que agitaba sin pudor sus preferencias eróticas.
El director Eloy de la Iglesia, durante la Semana de Cine de Color de Barcelona, en 1977. KUTXA ARTEGUNEA.
Ése es el camino que explora Eloy de la Iglesia. Oscuro objeto de deseo, la muestra que acoge hasta el 4 de noviembre la sala Kutxa Artegunea de Tabakalera, en San Sebastián. Desde los valores de osadía y de testimonio que conservan sus trabajos, la exposición propone un repaso integral a la obra del realizador vasco, “vinculada siempre a la polémica”, en opinión del comisario, Pedro Usabiaga. Y lo hace a través de 150 fotografías –muchas de ellas, inéditas– que dan cuenta de toda su galaxia: las películas, lógicamente, pero también sus colaboraciones para la televisión y el teatro, donde, como una única inmersión, consta una versión de El mago de Oz.
De todo lo ahí expuesto se saca en claro que De la Iglesia hizo de su arte algo más que una aparente crónica social de sello intransferible. Son relatos y memorias del subsuelo en las que mezcló lo que veía y lo que vivía: la lucha antifranquista, el desencanto de la dictadura, la homosexualidad, la droga, el gusto por aquel mundo suburbial que le era tan ajeno y que estaba tan adentro. Entre el exorcismo de una época y la libertad radical fue dirigiendo sus películas bajo la vigilancia de la censura y el desagrado de los críticos, que apenas veían en sus trabajos “groserías fílmicas”. “Es un cine de destape tanto sexual como político”, dijo Fernando Trueba al poco de ver El sacerdote (1979).
Así, todavía en la dictadura, el cineasta guipuzcoano logró colar títulos como Algo amargo en la boca, El techo de cristal, La semana del asesino o Nadie oyó gritar, que, vistos hoy, tienen algo de secreta coherencia en el derrape transgresor y la potencia comercial. En esta onda está, por ejemplo, La criatura (1977), película protagonizada por Ana Belén y Juan Diego que ocultaba en el sensacionalismo de su argumento –la atracción zoófila de la esposa de un presentador de televisión, afín a un partido de derechas, por el perro abandonado que la pareja recoge en una playa– una reflexión en torno a la monstruosidad como disidencia en un mundo esencialmente monstruoso.
Fotograma de la película de Eloy de la Iglesia ‘Los placeres ocultos’ de 1976. KUTXA ARTEGUNEA.
Luego, cuando se consolidó, o casi, la democracia, su cine exploró más abiertamente la política (El diputado) y los conflictos sexuales (La mujer del ministro). Con todo, el lumpen se convertiría en el mascarón de proa de su filmografía, con Navajeros (1980), El Pico (1983) y su secuela, estrenada al año siguiente, donde planteó la relación de dos jóvenes –uno, hijo de un nacionalista vasco, y otro, de un guardia civil– con la droga y la homosexualidad. Este esquema trataría de repetirlo en Galopa y corta el viento, un proyecto que no vería la luz, junto al guionista Gonzalo Goicoechea, donde planteaba la historia de pasión homosexual entre un militante abertzale próximo a ETA y un agente de la Benemérita enviado al País Vasco tras su participación en el 23-F.
Sin embargo, aquella atracción por la marginalidad pasó a ser algo más que un argumento de película para entrelazarse con su vida. Comenzaba esa inclinación por las profundidades. Los garitos sórdidos, el picor de la droga, el jardín de los desheredados pasó a ser, también, su infierno predilecto y adoptivo. Hizo protagonistas de sus filmes a chicos de la calle, reclutados en castings estrafalarios, encontrados siempre en las afueras, siempre en la frontera de la delincuencia, como José Luis Fernández, El Pirri, y, sobre todo, José Luis Manzano, a quien conoció en 1978 en unos billares de Madrid donde los chicos del lumpen vendían sexo ocasional. Tiempo después, en 1991, el cineasta encontró el cadáver de su actor fetiche en el baño del piso que ambos ocupaban.
Tuvieron que pasar muchos años para que Eloy de la Iglesia fuera reconocido como un auténtico autor cinematográfico, y comenzaron entonces a lloverle homenajes y retrospectivas que él acogía con el alivio de saberse comprendido al fin. A su muerte, ocurrida en 2006 tras despertar de una operación de cáncer de riñón, le quedaron varios proyectos por realizar, aunque la industria no parecía ya dispuesta a acoger propuestas tan punzantes como las que él ofrecía. O, quizás, el público había cambiado y el lenguaje de su cine parecía superado. “No soy capaz de pensar en el futuro y quizá por eso, he hecho el cine que he hecho”, confesaría.