Se regresa en La voix manquante a una cima de la modernidad del cine, inolvidable para quien la vio y escuchó, y de la que Frédérique Berthet lleva a cabo la autopsia, arqueología del momento, del contexto y deletreo de sus implicaciones. En la película fresca y veraniega, inauguración de ese cinéma-vérité que los propios protagonistas del experimento ponían en cuestión en el desenlace de la misma, acontecía un inefable milagro estético que venía a sancionar el frágil dispositivo –cámaras portátiles, sonido directo, micrófonos de corbata– como sorprendente perforador del presente.
Traducimos: en Crónica de un verano, la intentona sociológica algo frívola y superficial, donde Jean Rouch y Edgar Morin pretendían tomar el pulso de la Francia de 1960 a partir de encuestas filmadas a pie de calle –¿cómo vive usted?, ¿es usted feliz?– e improvisadas reuniones y careos entre jóvenes de distinto pelaje –estudiantes de la Sorbona, artistas, obreros de la Renault, inmigrantes de las colonias africanas, entre otros–, tuvo lugar un rompimiento de la superficie documental cuyas consecuencias no fueron inmediatamente percibidas y que sólo el tiempo pudo poner en perspectiva.
Marceline pasea entre recuerdos en Crónica de un verano.
Circunvalamos, como la película, como el libro, como la protagonista rumió durante una vida que aún continúa, alrededor de ese momento en que la pequeña y delicada Marceline Loridan –Rozenberg antes del primer matrimonio, luego Loridan-Ivens cuando uniera su vida a la del gran cineasta holandés– se transforma en ese “gigante sumergido en los años” del que hablara Proust en las últimas líneas de El tiempo recobrado al poner en escena los recuerdos de su deportación a los campos de concentración y exterminio –Drancy, Auschwitz-Birkenau, Bergen-Belsen, Theresienstadt– de donde regresaría a París tras algo más de un año y herida para siempre porque con ella no lo hizo su padre, judío de origen polaco desaparecido en las postrimerías de un parecido trasiego por los centros de la muerte.
Haciendo real la metáfora con la que Jean-Louis Comolli definiera el cine directo –“la técnica como túnica”–, una alucinada Marceline, despeinada, tambaleante, con el pesado magnetofón a cuestas, bajo la ropa, o escondido en el bolso y el micrófono entre los pliegues del impermeable, atraviesa la Plaza de la Concordia y luego la estación de Les Halles como espiada por la cámara mientras susurra su historia, agujereada por la acumulación de dolor en los vestigios del recuerdo y la ausencia fantasmal de un destinatario, el padre, nunca regresado.
Fotograma de Crónica de un verano (1960).
Es justo ahí donde Morin –el sociólogo, el filósofo, que principiaba una reflexión sobre la telepatía, la simpatía y la comunicación como bazas del ataque a la realidad del cinema-vérité y su fuente de emociones fugaces– se encuentra con Rouch –el cineasta de la porosidad entre registro y ficción, creyente en el montaje como amalgama mágica donde de la heterogeneidad horizontal de los materiales puede surgir la conmoción vertical–, al igual que la imagen con el sonido, el latido de lo real externo en frotamiento con los ritmos de una interioridad creada ad hoc, para estilizar unos instantes que entresacan a Marceline de su cotidianidad, revelando una verdad de su vida a partir de un suplemento de artificialidad. Sí, el cinéma-verité era la nueva vestidura de la misma potencia de siempre: suspender el tiempo y admirar la virtualidad de su sustancia. Es decir, entre visible e invisible, atender a una Marceline poliédrica, desorientada por el calor de su presente como lo estuvo recorriendo esos trayectos en 1943, y lo estaría en el futuro, siempre imantada por el agujero negro que amenaza con tragársela.
Como muy bien explica Berthet, lo que esconde esta sobrecogedora irrupción es que Marceline, una más entre los jóvenes del film aunque ocupara un lugar preeminente desde la concepción primera de Crónica de un verano, aún no puede testimoniar. En la Francia de 1960, donde el debate cotidiano gira entre Argelia y el Congo aunque sea el mismo verano en el que se captura a Eichmann en Argentina y se le lleva a Jerusalén para ser juzgado, como en la de cinco años antes (La voix manquante reincide en lo expuesto por Sylvie Lindeperg en su excelente monografía sobre la pionera Nuit et Brouillard de Alain Resnais), la memoria de los campos pertenece antes al resistente político que a las víctimas del genocidio judío.
Así, Marceline puede bromear, en otra imborrable secuencia del film, con la matrícula en su antebrazo –¿tu número de teléfono?, dice Raymond–, esa que ya hemos percibido, sin verla, en la primera toma, la marca de su paso por Birkenau que paradójicamente le otorgó la dudosa ventaja de una prórroga frente a aquellos que transitaron, sin el efecto de esta cruel contabilidad, de la Judenrampe directamente a la cámara de gas. Algo, en definitiva, se extrajo aquí con fórceps a Marceline Loridan-Ivens, quien más tarde no devendría actriz, como pensaba Morin, sino artista, cineasta, escritora y, sobrevolando toda esta práctica artística, testigo, cuando, pasadas las décadas, pudo encauzar ese decir que aquí se alumbra.
Jean Rouch, Marceline Loridan-Ivens y Edgar Morin en un instante de la película.
Ahí queda una película, La petite prairie aux bouleaux, su regreso a Auschwitz en 2003, y, entre otros escritos, ese austero y emocionante libro-carta, Y tú no regresaste (2015, publicado en Salamandra entre nosotros), que rompieron el sordo silencio que le aconsejara, en el andén de regreso, su tío Charles, también deportado y superviviente, ante la imposibilidad de ser comprendido por los que no habían estado en los campos. Crónica de un verano añade con La voix manquante un nuevo círculo a la formidable onda que creó su improvisada puesta en marcha cuando el cine empezaba a pensarse a sí mismo a mitad del siglo XX.
Si, al decir de Bazin, las películas se enunciaron como líneas asíntotas en búsqueda de la curva de la realidad, la de Rouch y Morin, la de Marceline, Régis Debray, Angelo, Marilù Parolini, Landry o Nadine Ballot, sigue confirmando que un rodaje puede constituir un lugar de acogida, un hogar, una experiencia espacio-temporal que no se agota en el producto coyuntural, en la mercancía exhibible. Florence Dauman (Un été + 50), Hernán Rivera (Acerca de un verano) o François Bucher (Chronique d’un film, que atiende a la versión de Morin, con seis horas de rusches no montados en 1960), ya habían tirado con anterioridad de este poderoso hilo que trae consigo las enseñanzas, como advierte Berthet, de un film en polisémica lucha “por la sincronía, la justeza y la coincidencia entre el ver y el oír, entre el yo y el tú”.