Durante la década de los 70, Nueva York fue una ciudad en bancarrota con una policía corrupta que no daba abasto para controlar las ingentes cantidades de gentuza de todo tipo que se habían adueñado de sus calles. Faltaban muchos años para que el alcalde Rudy Giuliani se decidiera a limpiar la ciudad –en parte, ¿para qué negarlo?, porque se estaba perdiendo mucho dinero al abandonar la zona centro en manos de la chusma, como sucedió en Miami hasta que el alcalde, el jefe de la policía y Emilio Estefan, cubanos los tres, se decidieron a poner orden y sacar tajada—, y la hoy reluciente Times Square, el centro de Occidente, era como el tramo final de la Rambla de Barcelona en sus peores momentos: allí solo había putas, macarras, drogadictos, delincuentes, clubs de burlesque, tiendas de pornografía, bares de mala nota y hoteluchos infestados de cucarachas. Estoy hablando, para entendernos, del Manhattan de Taxi driver y Midnight cowboy.
En ese escenario transcurre The Deuce, una serie creada para HBO por David Simon (el papá de la muy alabada The wire) y el escritor de novela negra George Pelecanos, con la ayuda en los guiones de un excelente autor de novelas policiacas de corte social, Richard Price, cuya mejor obra, Clockers, fue llevada al cine con muy poco acierto por Spike Lee, quien, en una nueva muestra de su militancia afroamericana, relegó al protagonista blanco a un papel secundario y centró la adaptación en un personaje secundario, pero negro.
La zona conocida como The Deuce ocupa unas pocas manzanas de un par de calles en las inmediaciones de Times Square. Ahí es donde al protagonista de la serie, Vincent (James Franco), que bastante tiene aguantando al inútil de su hermano gemelo Frankie (James Franco de nuevo: el único defecto de esta serie es una cierta sobredosis de James Franco, actor al que uno nunca le ha visto la gracia) le cae el encargo, por parte de unos mafiosos, de ocuparse de un tugurio en el que puedan abrevar las putas, sus chulos, sus clientes y los dipsómanos en general. Vincent es un buen chico, pero las cosas se lían y pronto se dará cuenta de que no es tan fácil deshacerse de los wiseguys como él pensaba: sin comerlo ni beberlo, y a instancias de su cuñado, acaba regentando un burdel camuflado de salón de masajes.
La siempre eficaz Maggie Gyllenhall interpreta a Candy, una prostituta de buen corazón con un hijo que alimentar, cuya idea de prosperar consiste en incorporarse a la industria del porno, que empieza a vivir su época de oro (Garganta profunda se estrenó en 1971, como recoge la serie). El resto de los personajes constituye una amalgama de polis más o menos corruptos, furcias, macarras, libreros rijosos y mafiosos de medio pelo. El resultado, claro está, es un espectáculo de una sordidez tan espeluznante como atractiva, pues permite al espectador sentirse en medio del horror que fue Nueva York en los 70 sin pagar las consecuencias en sus carnes. Personalmente, estuve a punto de abandonar The Deuce tras el episodio piloto, pero afortunadamente no lo hice porque a partir del segundo ya estaba absolutamente enganchado y hasta sentía una improbable empatía por aquella pandilla de desgraciados sobre la que los creadores de la serie no arrojan ni un gramo de moralina, limitándose a mostrarte lo que había para que tú mismo saques tus conclusiones.
The Deuce puede interesar a quienes conocieron aquella Nueva York llena de basura literal y humana y a quienes solo la conocen de oídas. La reconstrucción de la época es soberbia, desde la ropa de los actores a las canciones que suenan. Eso sí, quienes busquen en una serie diversión y valores humanos, que se vayan a buscarlos a otra parte: The Deuce es una serie magnífica, pero también una de las ficciones más sórdidas que uno haya visto en mucho tiempo. Como dicen a veces en los telediarios ante un hecho luctuoso, les informo de que las imágenes que van a ver a continuación pueden herir su sensibilidad.