Sólo Godard ha podido competir con las iluminaciones de André S. Labarthe, figura inclasificable que ha sobrevolado la crítica, la realización, la teoría, la escritura, la reflexión sobre cine, literatura, pintura o filosofía como ungido por una rara gracia. Frente a la melancolía ermitaña del primero, Labarthe, compartiendo parecido pesimismo ante la reanimación del cine tras su rapto por las ciencias humanas y el advenimiento del paradigma tecnológico digital, siempre dejó caer sus sentencias con una media sonrisa: no se trata de que el cine haya muerto; más bien de que muere todos los días, todas las jornadas en las que se sacrifica el frescor y la emoción de las primeras tomas de los Lumière, origen mítico del cinematógrafo y escena primordial del pensamiento de Labarthe, para quien las potencialidades artísticas del medio no tenían que ver con la tan cacareada maestría, sino con la posibilidad del milagro, de la irrupción de lo azaroso, que ya los famosos hermanos supieron convocar desde el principio ante sus propios obreros gracias al enorme perro que añadía incertidumbre en aquella primera pelea con el espacio y con el tiempo.
Cada vez será más complicado, pero todo cine que merezca la pena, pensaba Labarthe, debe regresar a ese état naissant, y recordaba de paso a los voluntariosos cineastas la genealogía compartida con jardineros y cocineros –otros cultivadores de las ciencias de los efectos–, sufridos y pacientes conjurados ante las inclemencias de lo real. Un cine, entonces, sin historia, pues ésta, como también advirtiera el chileno Raúl Ruiz, siempre está recomenzando, y sujeto a su fragilidad constitutiva: las películas no existen, pasan, como lo hacía la cinta de celuloide por el engranaje del proyector, dejando un misterioso rastro en nosotros que no se agota en los minuciosos análisis que puedan hacerse de las imágenes y sonidos que las constituyen.
Serge Daney y Jacques Rivette en Jacques Rivette, le veilleur (1990, Claire Denis y Serge Daney).
El nombre de André S. Labarthe será sobre todo recordado por la mítica serie que creara en 1964 junto a Janine Bazin –Cinéastes de notre temps; luego, tras años de interrupción, transformada en 1988 en Cinéma, de notre temps–, evolución perfeccionada de las largas entrevistas a cineastas que ya protagonizaban las páginas de los Cahiers amarillos, donde escribía desde mediados de los cincuenta, y experiencia determinante para una generación moderna que incubaba la idea de pensar el cine desde sus propios materiales. Así, si en palabras del propio Labarthe, el cine tuvo su Antiguo Testamento en la Cinemateca en la que Henri Langlois abría los ojos y el espíritu con sus montajes de programación, y su Nuevo Testamento en las Histoire(s) du Cinéma de Godard, supremo collage de las correspondencias entre el siglo XX y el cine, podríamos añadir nosotros que la serie de entrevistas realizadas o coordinadas por Labarthe/Bazin constituyeron la mayor labor de apostolado para este ideario de autonomía.
Los mejores capítulos (tantos que sería una locura citarlos todos, pero nombremos algunos: Jean Renoir, le patron, de Jacques Rivette; John Cassavetes, de Labarthe y Hubert Knapp; Jacques Rivette, le veilleur, de Claire Denis y Serge Daney; Nani Moretti, de Labarthe…), que lograron mediante esas técnicas oblicuas de aproximación al entrevistado –como las definiera Jean Douchet– la consecución de un doble retrato, el reflejo del cineasta-sujeto en el cineasta-objeto y viceversa, escriben las páginas más íntimas de una, ahora sí, provechosa historia del cine en la que las biografías y los datos dejan paso a la vibrante mostración de las relaciones que vinculan a un cineasta con su obra: una clarificación del tortuoso camino hacia el estilo, rasgos que no sólo pueden resumirse en una técnica, ni en el lenguaje, lo que permitía el acceso privilegiado al interior de los universos fílmicos. La serie también apareció, y lo sigue haciendo, como una bella iniciación a una esquiva teoría de las influencias.
Vincent Van Gogh à Paris, Repérages (1986).
Admirador de los cineastas que establecieron relaciones con el tiempo salvaje, los que hicieron de los Lumière sus contemporáneos en su exploración de la duración; admirador por tanto de Renoir, Rossellini, Antonioni... La aventura (1960) como drástica revelación de esa temporalidad que sobreviene y no va hacia ningún lado, Labarthe buscó su lugar allí donde siempre resultó más complicado desatender a las convenciones, la televisión. Su proyecto, en sus extraordinarios retratos de escritores –Bataille, Sollers, Artaud, Simenon, Reverzy–, pintores –Van Gogh, Lichtenstein, Kandinsky…–, coreógrafos y bailarines –Forsythe, Neumeier, Guillem…–, o cineastas –su célebre homenaje a Welles, L’homme qui a vu l’homme qui a vu l’ours, a partir de una pesquisa à la Ciudadano Kane que puso a László Szabó reuniendo los dudosos testimonios de la estirpe de “amigos” que vivieron del cineasta más allá de su muerte–, fue el mismo que había experimentado como testigo ante los maestros antiguos: la devolución de un don, el de la libertad del espectador.
En una entrevista improvisada no hace demasiado tiempo, Labarthe explicó que si bien el teatro tuvo poco que ver con el cine, fue sin embargo una prodigiosa invención dentro de su campo, la de los gemelos, los anteojos que permitieron al público recortar y acercar a su antojo la puesta en escena que el dramaturgo les había impuesto –creando planos donde sólo existía una continuidad–, la que anunció la voluntad fragmentadora que caracterizaría a la invención alumbrada a finales del siglo XIX. Para Labarthe los buenos cineastas son los que actúan de médiums en esa reapropiación de la sensación de libertad que vuelve a celebrar un espectador ante la conjugación de espacio, tiempo y azar que instaura toda película significativa. Mediante sus exquisitos comentarios en off, su pasión de surrealista por todo vislumbre de lo que yace debajo de la realidad cuando ésta escapa a ley, sus giros inesperados y bromas de niño grande, Labarthe supo contagiarnos esa maravillosa responsabilidad de volver a ser libres.