El gurú Bhagwan Rajneesh --que en sus últimos años de vida adoptó el alias de Osho, con el que firma sus libros, que siguen vendiéndose como rosquillas, aunque él la palmó a finales de los años 80-, fundó en Puna, en los años 60, una comuna a la que acudía gente perdida de todas partes del mundo. Puede que no se hubiese movido de allí si no llega a conocer a Sheela, una fan de dieciséis años a la que su padre llevó a conocer al santón. Lo que parecía una visita esporádica se convirtió en una relación que duró años y en la que Sheela se convirtió en secretaria personal y principal factótum de la secta. Fue ella la que convenció a Bhagwan para trasladar la comuna a Estados Unidos, país que el gurú consideraba un ejemplo de libertad y democracia.
La serie de Netflix Wild, wild country --título extraído de una canción de Bill Callahan que suena en el documental-- explica en seis fascinantes episodios lo que fue la comuna que Sheela levantó en el estado de Oregón, concretamente en el condado de Wasco, a dos pasos de un pueblucho de cincuenta habitantes llamado Antelope y poblado principalmente por jubilados en busca de paz y tranquilidad, dos conceptos a cuya consecución no contribuyó precisamente la secta de los rajneeshees. Aunque nadie sabía de dónde salía exactamente el dinero, los sectarios construyeron una ciudad para 10.000 personas en un cañón junto a un río: donaciones voluntarias de los iluminados con pasta, se supone, que así se libraban de darle al pico y la pala como los creyentes pobretones.
Los jubilados de Antelope recibieron a los seudo indios vestidos de rojo y granate de mala manera, ciertamente, pero el modo en que Sheela se enfrentó a ellos tampoco puede considerarse ejemplar: compró armas a cascoporro, envenenó el depósito de agua del pueblo a base de castores licuados --no murió nadie, pero las pasaron canutas todos los pueblerinos--, planeó el asesinato del fiscal del distrito --que empezaba a meter la nariz en sus asuntos--, hizo rociar los bufetes de ensaladas de los restaurantes para extender una salmonelosis monumental, trató de eliminar al médico del jefe y, citando al maestro, aseguró que cuando te dan una bofetada no hay que poner la otra mejilla, sino responder con dos sopapos de impresión al que te haya administrado la galleta.
Más papista que el Papa, Sheela acabó abandonando a su maestro --echado a perder, según ella, por las malas influencias de unos pijos de Hollywood-- y huyendo a Europa; allí, tras unos años en Alemania, fue extraditada a Estados Unidos, cumplió condena de cárcel y ahora vive en Suiza, dedicada al cuidado de ancianos. Hace unos días dio una conferencia en Barcelona con todo el papel vendido.
Producida por los hermanos Duplass y dirigida por los hermanos Way, Wild, wild country es la historia de una chifladura monumental y un retrato de la mujer que la protagonizó, una fanática de la trascendencia que ahora es una ancianita de aspecto venerable, aunque uno no sabe muy bien si es una loca de nivel cinco, un ser demoníaco o una mezcla de ambas cosas.
Todo esto tuvo lugar entre 1981 y 1985. Aunque yo ya tenía una edad --y siempre me han fascinado estas historias de enajenación colectiva--, no me enteré de nada en su momento. Menos mal que este estupendo documental me ha explicado una historia que engancha y espeluzna a partes iguales. Me quedo sin saber si Sheela fue la culpable de todo o si Osho también tuvo algo que ver, con su amor a las joyas, a sus 97 Rolls Royce y al Rolex de un millón de dólares que le regalaron sus acólitos. Por si acaso, se va a leer sus libros su padre.