El cine en tiempos de crisis
John Ford muestra en 'Las uvas de la ira' la crónica amarga de uno de los peores momentos de la historia de Estados Unidos
7 mayo, 2018 00:00Hollywood siempre ha sido el método más eficaz de propagación de ideas. En palabras de don Eduardo Torres-Dulce, ni los más pretenciosos planes propagandísticos de Lenin alcanzaron los efectos del cine americano. Los filmes de los años 30 eran un atractivo escaparate de las políticas sociales y económicas del presidente Roosevelt. El mandatario con empaque de vendedor de biblias había conseguido la consecución de sus planes para mitigar los efectos de la caída del 29, el New Deal, pero ahora debía ganarse la opinión pública. Con su espacio radiofónico Charlas junto a la chimenea y el envío de fotógrafos a los campos del Sur pudo mostrar los efectos devastadores de la Gran Depresión, un buen justificante para su intervencionismo.
Independientemente de la eficacia o no del New Deal, lo cierto es que el devastador problema llegó a calar hondo en las élites culturales. Escritores como Steinbeck o Agee y cineastas como Flaherty o Ford informaron y representaron con tenaz empatía las carencias de aquellos aparceros arruinados, víctimas de la mecanización del campo y la mezquindad de sus arrendadores. Y como siempre, Hollywood no podía quedarse atrás.
Pese a que la mayoría de los magnates de los estudios, como Mayer (Metro), los hermanos Warner (Warner Bros) o los Cohn (Columbia) no se caracterizaban especialmente por su afinidad al Partido Demócrata, conocían bien el mercado de los sentimientos. En plena depresión los norteamericanos demandaban más y más películas, reclamando incluso su gratuidad. Consideraban el cine como una necesidad básica, como un alimento más para sus desdichadas almas. En 1939 la Fox compró Las uvas de la ira, el drama humano con el que Steinbeck consiguió el Pulitzer. El texto pasó a manos del guionista y productor Darryl F. Zanuck, quien le pidió a Ford que lo rodara. El tándem fue perfecto.
Tiempo de ira
La adaptación de Las uvas de la ira es la trágica crónica de una familia de aparceros okies (de Oklahoma) que lo han perdido todo, el hogar, la raigambre, hasta el pellejo reseco por ese sibilante viento que arruina las cosechas. De tal ventisquero huyen como el que escapa de la pena capital, arrastrando las cadenas de la miseria en un viejo carro convertido en hogar. Tomando el camino hacia la tierra prometida, California, la “tierra que mana leche y miel” (Éxodo 3:8), porque en la América de Roosevelt ya no existen fronteras, los muros se han derribado. A su marcha, todo es contemplado como un discurso de buena esperanza, como un sermón que paradójicamente desmonta un presbítero luterano que les acompaña, Casey (John Carradine), un pastor al que le ha abandonado la fe porque su rebaño ahora se ha vuelto trashumante.
En plena depresión los norteamericanos demandaban películas. Consideraban el cine como una necesidad básica, como un alimento más para sus desdichadas almas
Un antiguo predicador que cambia su dogma por el sindicalismo al llegar a California, porque el estado del Oeste no es un vergel de trabajo y derechos humanos, ya que donde llega la miseria llega la usura. La supuesta tierra de las libertades es más un lugar propicio donde un Espartaco pueda comenzar una revolución. Y ese papel es el que desempeña Tom Joad (Henry Fonda), el hijo pródigo que sale de la jaula con una condena por homicidio. Un hálito de esperanza para la pretendida unidad familiar, la máxima de la matriarca (la oscarizada Jane Darwell) y motivo de su sufrimiento, pues al pajarito aún le pesa la condicional y los golpes de la realidad la ponen en peligro. Al parecer los temporeros de Oklahoma sólo habían ido a California para recoger la fruta amarga de la ira.
Cartel de 'Las uvas de la ira', dirigida por John Ford.
En Estados Unidos siempre hubo minorías marginadas, indios, negros, latinos pero también “los estrictamente americanos”, los okies, los blancos del sur, aún ocultos bajo un sistema jerárquico que proporciona filtros para evitar que la desgracia ajena nos abrume. “O nosotros o ellos” que dirían los poderes. Eso cuando todo va bien, cuando sobreviene la crisis, ya sea la del 29 o la actual, los dominantes levantan el telón para dejar ver la inmundicia y producir consternación. Sólo así se consiguen votos, sumando además la presencia de un mesías electoral que muestre el camino de la salvación, como aquellos charlatanes que recorrían los campos en busca de sus borregos.
A Ford no le interesaba ni lo más mínimo mostrar la inmundicia por el simple hecho de llenar el ojo del voyeur, ni mucho menos para satisfacer planes populistas. Buscaba con franqueza representar la crónica amarga de uno de los peores momentos de la Historia de los Estados Unidos. Los primeros emigrantes que llegaron a esta tierra eran foráneos, ahora se trata de granjeros que han perdido sus haciendas y que vivían al viejo estilo americano, el de “yo me lo guiso yo me lo como”, con plena libertad sin intercesiones ni intermediarios que metan las manos.
Los diálogos son secos y cortos y al igual que en los westerns, los personajes, pese a todo, no se retuercen de dolor, siguen peleando sin hacer caso a otras verdades, sólo buscan la suya: “hay que continuar unidos en el camino”. Por eso a Ford le interesó tanto la adaptación de la obra de Steinbeck, porque levanta el filtro que nos permite mirar para otro lado. Consigue que el espectador no sea capaz de distinguir entre el sufrimiento de sus allegados y el sufrimiento de los extraños.