En numerosas ocasiones, el género fantástico ha servido para revelar las flaquezas y esperanzas humanas contraponiéndolas a una suerte monstruosa, tal es el caso de títulos como Frankenstein (1931), dirigida por James Whale, King Kong (1933), de Merian C. Cooper, o La mujer y el monstruo (1954), de Jack Arnold, todos ellos parecen inspirar a Guillermo del Toro a la hora de dirigir La forma del agua, una historia de amor imposible entre una humilde muchacha y una monstruosa criatura con tintes poseidónicos. Del Toro tira de estos monstruos clásicos, así como de los cómics de Alan Moore y de algunos arquetipos míticos y de su propia cosecha, como si en lugar de filmar la peli la hubiese extraído, cual arqueólogo, de los estratos culturales.
“Algunos encuentran a Jesús, yo encontré a Frankenstein”, llegó a decir el director mexicano. Tanto en Frankenstein como en La forma del agua topamos con una invitación a aceptar lo diferente, lo que no es convencionalmente bello y quedarnos con la esencia humana, la bondad. El mismo énfasis le provocó King Kong, que Del Toro llegó a ver con 6 años con bastante enojo: el colosal simio no se quedaba con la bella dama, aquello debía ser un “error cinematográfico”. En su mente de niño ya rondaba la idea de subsanarlo. Esa ha sido la pretensión de su décima cinta, donde más allá de la efusiva cinefilia que hace constar, más allá de la visión renovada del mito de La bella y la bestia, el director mexicano aprovecha el film para crear un escaparate de lacras sociales.
Bellamente monstruosa
En el guion que compone Vanessa Taylor junto al director, la tímida Elisa (Sally Hawkins) es la bella, una mujer que no huye del anfibio antropomorfo, porque siente más miedo de una sociedad rutinaria y afligida por la corrupción. Es ella la que lo provoca. Su sinceridad y su belleza interior asustan tanto como sus cicatrices y su falta de voz, al igual que los monstruos de la Universal. He aquí el quid de la cuestión: ella no habla pero escucha. Alcanza el significado de las palabras de la misma manera que comprende los principios morales y la conducta ética. Y es eso precisamente, lo que pretende enseñarle mediante lenguaje de signos a la criatura que encuentra en el laboratorio. El monstruo sabe que esos gestos, esa mímica tienen un significado, al igual que las palabras de los responsables de su cautiverio, sólo que la de estos últimos tienen peores intenciones.
La comunicación es un don con el cual nacemos los humanos, no se trata de un talento adquirido sino más bien de una función del cerebro, lo único que debemos aprender es el lenguaje. Es esta cualidad la que humaniza al monstruo, y no tanto su físico o sus andares bípedos. El cerebro de este anfibio pulmonado, digno de cierto interés criptozoológico, tiene potencial para entablar diálogos con elevada carga moral, y también sentir predilección por la música (concretamente por el swing de Benny Goodman), es decir, por el arte en sí.
Un eslabón perdido
La extraña criatura del laboratorio, de origen amazónico, puede vincularse a un eslabón perdido en la cadena evolutiva, aquella que va del pez a los mamíferos terrestres, del mar a la tierra, de un medio salvaje a un medio civilizado. Desde el comienzo de la peli todo es alusión al líquido elemento, como símbolo del fluido amniótico del que procedemos, como una vuelta a los orígenes, una reivindicación del estado salvaje que tanto asusta a los personajes. Porque antes de la reinvención de la lejana Arcadia, la sociedad y la urbe representaban la civilización, y lo agreste o lo natural quedaría relegado a algo tosco y grosero, algo infrahumano. “He sacado a esa cosa sucia del barro del río”, dice el malo (Michael Shannon). “Esa cosa parece humana. Anda a dos patas, ¿verdad? Pero, somos creados a imagen y semejanza del Señor. Y no creerás que eso es lo que el Señor parece”.
La bestia marina es un ejemplo de lo extraño, de lo peligroso, un antojo de la naturaleza, una irrupción del mundo de extramuros, un recuerdo de lo que decidimos abandonar para poder sobrevivir. Por eso, San Isidoro llamaba a los monstruos “milagros necesarios”. La literatura está plagada de estos prodigios, desde Anubis hasta el hombre lobo, desde los gigantes bíblicos hasta el Yeti o el Kunk, desde las sirenas de Ulises hasta la Criatura del Lago. Demonios, errores de Dios, monstruos de ambos sexos, criaturas al margen de la corrompida civilización. Del Toro reivindica el estado natural del hombre antes de su descomposición, antes de que David matase a Goliat y Hércules domase a las fieras, antes de que se perdiese la humanidad. Todos quedan redimidos de salvajismo por el cariño civilizador. Hasta la cromática de la cinta está teñida de verde, el color de la honestidad, la pigmentación del viscoso protagonista, la del mismo medio natural.