Siempre faltó algo de luz para desentrañar qué material inflamable alimentó 25 años la vinculación entre el cineasta Luis Buñuel y el escritor Carlos Fuentes. Ellos, que se profesaron una lealtad a prueba de golpes, untaron en abundante alcohol su afecto, coronado por un cóctel único, el buñueloni (½ de gin inglés, ¼ de Carpano y ¼ de Martini dulce). Luego, los dos convocaron a su modo el espanto de existir para alimentar la carne de sus obras. Ambos fueron creadores feroces. Ambos desarrollaron una forma de vivir entre el daño y el gozo, casi una forma de ir a la contra. Y lograron vengarse de sus demonios ocupando un sitio en el templo de la cultura del siglo XX.
Ahora se sabe que el primer campanazo de aquella amistad ocurrió en una proyección de Los olvidados (1950) a la que asistió Fuentes, quien, gracias a su esposa, la actriz Rita Macedo, conocería en 1958 a Buñuel durante el rodaje de Nazarín. A partir de ahí, el rastro de esta historia de entusiasmos puede seguirse en las páginas de un ensayo hasta ahora inédito que se guardaba en la caja 43 del archivo que el autor de La región más transparente donó a la Universidad de Princeton. Con el título Luis Buñuel o la mirada de la medusa (Un ensayo inconcluso) lo ha puesto en circulación el investigador Javier Herrera para la Colección Obra Fundamental de la Fundación Banco Santander.
Cartas de Fuentes a Buñuel
“Entérese: estoy escribiendo un larguísimo ensayo sobre usted (su decisión de no filmar más me autoriza a lanzarme a esta suma buñueliana) que empezó como un artículo sobre Belle de jour (la vi por enésima vez en Milán; tranquilícese: el público estaba demudado, irritado, ofendido, riendo nerviosamente, nada tranquilo), pero que ha ido creciendo como la mancha de sangre sobre los muslos de Leonor Llausás. Llevo sesenta cuartillas y llegaré a unas cien”, le anuncia Carlos Fuentes en una carta fechada el 1 de noviembre de 1967 desde Londres, donde le indica, además, la salida inminente del volumen en el sello Joaquín Mortiz de México y en la mítica Gallimard de París.
En esa misma misiva, el mexicano arroja algunas pistas sobre un trabajo que quedaría finalmente sin publicar, enmarañado entre otros proyectos a medio construir: “El libro, desde luego, no pretende decir sino lo que sus películas me dicen a mí, devoto espectador, mezclado con anécdotas, impresiones vivas de usted y una que otra conversación”. La proximidad, las lecturas, las confidencias y las cartas (hay 15 inéditas) perfilaron a Carlos Fuentes como uno de los mejores intérpretes de la compleja expedición creativa del director. “No se le puede pedir a un artista más que esto: que su visión se entregue desarmada en manos de nuestra posible libertad”.
Luis Buñuel y Carlos Fuentes dialogan sentados al sol, en la década de los setenta / FUNDACIÓN BANCO SANTANDER
Las contradicciones del pecado
De este modo, Luis Buñuel o la mirada de la medusa hace un repaso a los motivos y obsesiones del director aragonés, que puso imagen desde su cine a las zonas vedadas del deseo, a las contradicciones del pecado. El escritor viene a sacar del desván referencias pictóricas --por encima de todos, Velázquez: “el Velázquez buñueliano cuyo realismo pictórico está en el filo de la navaja de la pura representación”-- y literarias, desde la picaresca, los heterodoxos y la mística hasta Galdós y Lorca, pasando por una atinada reflexión sobre la trinidad hispánica --Quijote, Don Juan y la Celestina-- y sus lazos más o menos explícitos con Nazarín (1958) y Viridiana (1961).
Pero el ensayo no sólo desgrana el discurso artístico de Buñuel, ése que tenía como única norma voltear todas las normas, sino que pone en órbita el lazo que une la vanguardia europea de comienzos del siglo XX, con uno de los jefes del surrealismo al frente, con el modelo creativo que querían seguir todos los jóvenes escritores que luego formarían parte de la escudería del boom latinoamericano. “Sus películas están encontrando hoy su verdadero público --le confesará Carlos Fuentes--, el de estos jóvenes para los que la gran intuición del surrealismo se ha convertido en la respuesta vida de nuestros días a los fracasos de la vida y el arte”.
De ahí que el cineasta fuera adorado por aquella cuadrilla formada por García Márquez, Vargas Llosa, Cortázar, Donoso y Paz. Es posible así hallar fogonazos de su cosmología en algunas de sus novelas y cuentos. Pero también Buñuel, puro cineasta literario, quiso adaptar El lugar sin límites de José Donoso y La ciudad y los perros de Mario Vargas Llosa, pero también Las ménades de Julio Cortázar y Aura de Carlos Fuentes. A su vez, García Márquez tentaría al director de Un perro andaluz para llevar algunos de sus guiones a la gran pantalla, aventura que interrumpió el terremoto literario que provocó la salida de Cien años de soledad.
Luis Buñuel y Carlos Fuentes, junto a otras personas, en una imagen tomada a finales de los sesenta / FUNDACIÓN BANCO SANTANDER
Engarce entre España e Hispanoamérica
“Carlos Fuentes supo calibrar no sólo las dotes personales y artísticas de Buñuel, sino también su significación histórica como engarce entre la España tradicional y la cultura hispanoamericana, y entre la vanguardia europea y los nuevos vientos que corrían de renovación estética”, explica Javier Herrera sobre el ensayo Luis Buñuel o la mirada de la medusa, que fija también la onda expansiva del cineasta en los sucesos revolucionarios de Mayo del 68. “Su cine se ha vuelto más actual que nunca a luz de les évenéments. Ah, ¡cabronas antenas buñuelianas!”, le confesará el mexicano, encuadrado en el jurado del Festival de Venecia que le otorgó en 1967 el León de Oro al aragonés por Belle de jour.
“Hombre cálido, amigo incomparable, dueño de un humor único, recuerdo con intenso cariño y como uno de los privilegios de mi vida, las horas pasadas al lado de Buñuel, en México, en París, en Venecia, descubriendo esa forma esencial de la amistad que es saber estar juntos sin decir palabra, pensando y asimilando lo dicho antes de volver a decir, y todo ello con el vaso de buñueloni en la mano”, escribió Fuentes en En esto creo (Seix Barral, 2002). Sabía que había encontrado en él al primero de los sacerdotes de ese rito antiguo que es sumarle vida a otro, ponerle forma, dotar de magia: el cine. “La pantalla es un ojo dormido que sólo puede despertar de un navajazo...”.