Unas palabras más --espero que no reiterativas-- sobre Isabel Coixet y su película, merecidamente premiada. Como amigo de la cineasta, como colega en Crónica Global, como admiradora de su inteligencia y su trayectoria, no puedo sino alegrarme de que La librería esté obteniendo una excelente recepción de la crítica, de la comunidad cinematográfica y también del público. Es algo que merece, no sólo como compensación al mucho trabajo y tiempo que le costó rodarla: siete años, según tengo leído en alguna parte, cifra que habla de una obsesión por llevar la novela de Penelope Fitzgerald a las imágenes, más cerca de la vida física, más cerca de la encarnación: a la vista, que es de nuestros sentidos el que más define nuestro sentido de lo que es la realidad.

Este empeño, casi obsesión, por poner en escena una representación para presentarla, naturalmente, al público, pero sobre todo para satisfacer una exigente necesidad personal, la necesidad de la identificación del autor con la obra, como si ésta explicase a aquel, me recuerda el cuento de Onetti Un sueño realizado, donde una compañía teatral, varada en una ciudad provinciana, sin dinero pues el gerente se fugó con la caja, se aviene, o se resigna, a representar, una sola noche, ante una platea casi vacía, la escena muda --un accidente callejero según creo recordar--, inexplicable, que a una mujer extraña, acaso no completamente en sus cabales, financia y dirige, obsesionada por verla representada sobre el escenario: que es casi como verla, o acaso volver a verla, en la vida real, exactamente tal y como sucedió en el pasado o como la mujer la imaginó: lo que está en juego, comprenden al final los actores sobrecogidos, es algo más que teatro y que vida: es una tercera cosa híbrida, lograda, que nace oscuramente triunfal.

Elegancia

El lector seguramente sabe ya de qué va el argumento de la película: Florence Green (Emily Mortimer), una mujer viuda de media edad, muy aficionada a la lectura, se propone abrir una librería en un pueblo de la costa inglesa llamado Hardborough, o sea pueblo duro, donde se encuentra con la incomprensión y la hostilidad de los vecinos, que se consideran agredidos por esa cosa rara y tal vez pretenciosa: una librería. Florence encuentra también algunos apoyos, especialmente el señor Edmund Brundish (Bill Nighy), un solitario entrado en años que se pasa la vida leyendo en casa y se convierte en el mejor cliente de la librería.

Entiendo que una pequeña parte del éxito de la película proceda precisamente del protagonismo y del prestigio de los libros y de la lectura como alternativa evasiva al mundo y como mejoramiento del mundo, con toda la impregnación de romanticismo y ocaso que tienen, en algunos círculos por lo menos. Una idea de elegancia. Elegancia en la actualidad algo caduca: tener libros en casa es como tener un piano de cola que ocupa mucho espacio y nadie lo toca, o como tener en la pantalla los rostros tan espirituales, y con esa sugerencia de desvalimiento y temblor, de Mortimer y Nighy.

Éstetica

A la salida del cine, el amigo con quien fui a ver la película me dijo que en realidad hubiera dado casi igual que Florence no hubiera vendido libros, cada uno con su posibilidad de proyección al infinito, casi hubiera sido lo mismo que no hubiera sido librera sino por ejemplo camello, traficante de drogas. O que dirigiese un videoclub poco ventilado. Yo le dije que a finales de los años cincuenta, cuando está ambientada la película, los videoclubs no existían. Y él replicó que no me hiciese el tonto, que ya sabía yo lo que él quería decir. Hubiera sido igual o casi igual de emocionante, dijo mi amigo, la ilusión de Florence, la hostilidad del pueblo, la soledad abismal de Edmund, y el amor que no sólo no se declaran sino que quizá ignoran sentir y que se manifiesta y sublima en las novedades lterarias, comprando libros y vendiéndolos, como si hablasen de drogas o de las últimas novedades del videoclub...

Lo fundamental, lo más especial de la película es esa electricidad que circula temblorosa entre ellos, lo que no se dice pero nosotros oímos, pues resuena con claridad contra la formidable envoltura estética de las imágenes: la marca de Coixet.