Coinciden en la programación de Movistar dos series protagonizadas por sacerdotes, personajes que, por regla general, nunca van más allá de papeles secundarios. Se trata de la miniserie británica de seis episodios Broken, creada por Jimmy McGovern, y de la serie danesa Algo en que creer, obra del guionista que se inventó Borgen, Adam Price.

En ambos casos, el cura es un ser atormentado que, en la primera, intenta hacer lo que puede con los feligreses más desdichados de su parroquia de Liverpool mientras lucha contra sus demonios interiores, que, aunque imprecisos de momento --solo se han emitido dos capítulos--, parecen de abrigo, mientras que en la segunda se trata de un pastor con tendencias depresivas y etílicas para el que la fe se confunde peligrosamente con el poder.

La angustia existencial

Sean Bean interpreta al cura inglés con la discreción y eficacia que le caracterizan desde hace años, aunque el espectador solo se haya quedado con su cara desde que participó en Juego de tronos. Sus principales clientas, por llamarlas de alguna manera, son una mujer con tres hijos y un marido que no ha vuelto a ser visto desde que fue expulsado del hogar tiempo atrás y una aspirante a suicida que busca en el padre Kerrigan algún argumento para no quitarse de en medio (la excelente Paula Malcomson, esposa de Liev Schreiber en Ray Donovan).

La primera está siempre a dos velas y, cuando fallece su madre, oculta el cadáver cuatro días para poder cobrar el último cheque de su pensión, pues la acaban de despedir de su último empleo. La segunda, directamente, no encuentra un motivo de peso para seguir levantándose cada día. Kerrigan hace lo que puede por ambas mientras visita a su madre anciana en Sheffield y pugna por aguantarse a sí mismo. Es evidente que esta serie no es la alegría de la huerta y que difícilmente encontrará su público, pero como reflexión sobre la angustia existencial tiene su punto.

Conclusiones sobre la vida clerical

No es que Algo en que creer sea, en comparación, un espectáculo cargado de alegría de vivir, pero resulta más exótica para una audiencia católica --todos esos curas casados y con hijos-- y explica un tormento personal más evidente: las crisis de un frustrado aspirante a obispo (Lars Mikkelsen) que le conducen cíclicamente al sexo y la borrachera y que podrían costarle caras con la mujer que ha acabado ocupando el cargo al que aspiraba. Sus problemas con sus hijos --un capellán castrense y un seminarista rebotado convertido en desastroso aspirante a empresario-- añaden un toque de culebrón al invento que le sienta muy bien.

De momento, la principal conclusión de ambas series es que no hay que esperar la felicidad ni la armonía en la vida clerical. Algo que ya intuíamos, pero que nunca se nos había explicado tan bien en la ficción audiovisual.